Reportaje

 

El infierno es de este mundo

2017-04-07 15:00:54

En el lugar sagrado ellos luchan contra el demonio de medio día. El debate entre el bien y el mal ha forjado la psicología y el temperamento de algunos monjes benedictinos

Por Alberto Arriaga*

 

“Un ángel solitario en la punta del alfiler

oye que alguien orina”.

Roque Dalton, “Miedo” (Taberna y otros lugares).

 

 

 

Fray Gabriel Chávez de la Mora fue el arquitecto del monasterio de Lemercier, y el de los actuales benedictinos de Santa María Ahuacatitlán, municipio conurbado a la ciudad de Cuernavaca, Morelos. La austeridad queda al descubierto en dicha construcción con forma cupular y un icono inspirado en el salmo 112: “Desde la salida del sol hasta el ocaso alabado sea el señor”. La salmodia, recuerda Evagrio, prior de la congregación, es la característica de los rezos entre los monjes, cuya jornada comunitaria se compone en gran medida de himnos y salmos. El servicio al público, la distribución y el ritual de los hermanos no difiere al que llevan a cabo para ellos mismos.

Hasta el más escéptico puede quedar maravillado por las piezas corales que interpretan los benedictinos, quienes durante el verano y el fin de año ofrecen clases de canto gregoriano.

La distribución sin escalones de los hermanos sugiere igualdad con los feligreses. El vitral también posee una simbología que explica un hermano encargado de recibir a las visitas, Damián, cuyo nombre está inspirado en un santo que auxilió a los leprosos del Pacífico: “Con las siete horas litúrgicas que nosotros los monjes estamos obligados a rezar, amanecemos rezando, y nos acostamos rezando.”

La reliquia guardada en el centro del altar es inquietante. Y aunque la irresistible morbidez de la cultura cristiana adquiere en México, ya se sabe, magnitudes parabólicas, entre los benedictinos de Ahuacatitlán sobresale la paz en medio del caos. Su ubicación tal vez no sea gratuita. Inspirado por los utopistas del Renacimiento, Vasco de Quiroga buscó la nueva Jerusalén en Santa Fe. Un sacristán humilde hizo lo propio en Atotonilco, entonces San Miguel el Grande. Ellos imaginaron una ciudad donde se viviera comunitariamente y sin jerarquías; llamaron “Nueva Jerusalén” a esa quimera. En estos y otros casos, la utopía estuvo enclavada en territorios inhóspitos, y cuyos caminos eran asolados por los bandidos.

 

 

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Hay algo demoniaco en todo lugar sagrado. Resulta evidente en los recintos con más raiting del mercado de la fe, pero la impresión es mayor en los lugares verdaderamente sagrados. Lugares donde la principal actividad es rezar. Rezar de verdad, y durante la mayor parte del día.

Las costumbres del monasterio de Nuestra Señora de la Resurrección son iguales a las de otros de su tipo. Pero la capilla, la vida cotidiana de los monjes y el servicio religioso de los domingos recuerdan las formas antiguas del monacato cristiano.

Hace mucho tiempo se libraron batallas incruentas y memorables entre lo divino y lo profano en este territorio del estado de Morelos. Discusiones bizantinas se llamaba a las reuniones de teólogos durante la Edad Media que dirimían asuntos como el número de ángeles que caben en la punta de un alfiler. Las discusiones que tuvieron los monjes del monasterio de Monte Casino de Ahuacatitlán se dirimieron con un método heterodoxo (en aquel entonces) para discernir la verdad en las vocaciones de los monjes.

Los protagonistas de este drama incidieron en el destino del mundo cristiano del siglo XX.

Gregorio Lemercier, sacerdote belga, fundó la orden benedictina en el pueblo de Ahuacatitlán, cerca de Cuernavaca, luego de peregrinar por el norte de México. Al finalizar la década de los 50, antes del comienzo del Concilio Vaticano II, ofició el ritual en español y de frente. También introdujo el psicoanálisis como terapia entre los monjes. El episodio se inspiró en una alucinación que tuvo Lemercier a causa de un cáncer ocular, por lo que recurrió lúcidamente con un psiquiatra.

“Y perdón la expresión, se infló, se llenó de orgullo, y entonces ya nomás él tenía la razón, nadie más, nadie”, se lamenta el Padre Benito en la capilla del monasterio de nuestra Señora de la Resurrección. Tiene 93 años. Es el más viejo de los hermanos que integran una comunidad de 26 monjes de varias edades.

“Mi vida, podría decir, es azarosa, porque llegué a un monasterio que terminó, luego empezamos en otro, y también terminó, y después me vine aquí. Estuve con el padre Lemercier veinte años.”

Gregorio participó en el Concilio Vaticano II, fue amonestado, y finalmente renunció a la Iglesia. Permaneció en Ahuacatitlán. Se casó con una pianista, y prosiguió con los talleres de platería y la vida comunitaria desde que en 1966 fundara el Centro Psicoanalítico de Emaús, comunidad que funcionó hasta 1980. Vicente Leñero apuntó en una crónica memorable los rasgos irascibles y de intransigencia de Lemercier (luego de su separación de la Iglesia adoptó el nombre laico de José) que relata el padre Benito.

El monasterio de Monte Casino en Ahuacatitlán fue cerrado, pero las calles del pueblo conservaron los nombres sagrados. En 1991 se abrió el nuevo monasterio benedictino de Nuestra Señora de la Resurrección.

El padre Benito sostiene una larga conversación sobre minucias teológicas. A cada momento que se habla sobre el amor o sobre Jesús, el monje benedictino no puede dejar de llorar. A veces desliza recuerdos de los años más convulsos que le tocó vivir:

“Se vivió la vida monástica en aquel monasterio conforme a San Benito. Por esa perfección (Lemercier) fue muy alabado. Luego la Iglesia le llamó la atención, y no quiso someterse. La Iglesia fue muy maternal con él, porque ni siquiera lo quitaban de superior. Que siguiera, pensaban, pero que no siguiera con esa desviación que ya no era tanto religiosa, sino más bien humana. Entonces, dejarse guiar el hombre por el humano, es el fracaso, es el fracaso…".

-¿Por qué tomó los votos? (le pregunto obviando la explicación sobre el amor de Jesús).

-Me sentía triste, desganado, abatido -dice el padre Benito. Y continúa describiendo un cuadro depresivo que se completa con el hallazgo consolador de la fe y la vida monástica.

 

 

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Desde los años 300, filósofos del desierto como Orígenes de Alejandría, Tertuliano, Evagrio Póntico o Macario (nótese la sabrosa eufonía), advertían los riesgos psicológicos de quien se aparta al cenobio (es decir, el monasterio), y las soluciones para salir de la aspereza de la vida en el yermo (así se le decía a la vida del anacoreta que se retiraba del mundo para orar). García M. Colombás (1920-2009), un monje benedictino que se encargó de historiar los orígenes de estas congregaciones, reveló en El monacato primitivo un personaje fascinante en el drama del bien y el mal: los logismoi, palabra griega que alude a los vicios (literalmente), las pasiones, los impulsos… En aquellos años se imaginaron retratos detallados de estos demonios. Macario y compañía describieron los síntomas de un estado de ánimo que ya prefiguraba la idea freudiana de la depresión, o incluso del desorden bipolar: bruscos cambios de temperamento que iban de la euforia a la tristeza absoluta, apatía constante, sueño ingobernable, y la eterna posposición de las obligaciones (igual que el príncipe Hamlet siglos después, o William Styron en Esa oscuridad interior, o tantos otros). La tentación significaba desertar, luego de experimentar una variada gama de emociones, principalmente la soberbia. Los “psicólogos del desierto” describieron el desarrollo de esta patología para descubrir un punto climático en la existencia del ermitaño: el demonio del mediodía. El cenobita, aun cuando ya no lo fuera tanto, pues ya comenzaba a dejar la ermita o el desierto para integrarse a la vida comunitaria del monacato en ciernes, experimentaba durante la mitad de su jornada -solían despertar antes del amanecer- el cansancio, la desidia, y el malhumor. El mediodía resultaba más peligroso que la noche, momento propicio para demonios de otra naturaleza. El demonio del mediodía podía prescindir de los recurrentes castigos corporales (San Jerónimo contaba que en ocasiones era azotado contra la pared o el suelo de forma violenta, incluso cuando dormía), pero incidía sutil y eficazmente en el ánimo del monje.

Había técnicas para que estos logismoi no interrumpieran la concentración requerida para orar y laborar de manera cotidiana. Algunos monjes, como Evagrio Póntico, hablaron de la oración interior ininterrumpida, o hesiké. Después de la Edad Media, el hesicasmo fue un importante método de oración, transformado y desvirtuado durante los siglos. En tiempos mucho más recientes, se convirtió en una corriente mística que tuvo gran aceptación en Rusia y sus alrededores. La técnica de oración resulta novedosa pues desde los comienzos del cristianismo ya existía un equivalente de las oraciones propias de corrientes místicas de Oriente. Un ducho hesicasta tendría que ser capaz de rezar una sencilla fórmula (“Jesús, ten compasión de mí”) durante cualquier momento de su jornada, durante las tareas cotidianas, y también durante el sueño.

El monasterio de Nuestra Señora de la Resurrección posee una biblioteca sobre filosofía, teología e historia de las religiones. En uno de sus estantes aparece un raro libro que trata sobre las zozobras espirituales de un humilde peregrino que atraviesa Rusia y Siberia para entender la fórmula de oración propia del hesicasmo. Personajes novelescos, paisajes blancos que guardan en sus rincones la tentación y revelaciones que se dan a través del sueño son algunas vicisitudes que pueblan las páginas de este anónimo. Relatos de un peregrino a su padre espiritual, se titula de manera sencilla. La edición del monasterio es una de esas rarezas que publicó la Librería Parroquial en un tiempo que parece cinerario, y Roberto Calasso lo resucitó en

 

 

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Otro Evagrio, en este siglo y en Ahuacatitlán, recuerda una de las labores que han distinguido a la orden de san Benito:

“El exorcismo de la medalla de San Benito es una manera de recordarle al demonio que la persona que lleva esta medalla es un templo del espíritu santo”. De acuerdo con el hermano Evagrio, el bautismo ya es una suerte de exorcismo, pues pretende alejar al demonio de la persona. “Así, exorcizando la medalla, el demonio sabe que quien la porte fue liberado de su dominio. Esto es lo que pretende el exorcismo para la medalla de San Benito.”

Los feligreses que acuden a la misa en Ahuacatitlán buscan este tipo de bendición. “El sacerdote que nos bautiza, realiza un exorcismo, precisamente, para alejar el espíritu del mal, y consagrarnos a nosotros los cristianos en templos vivos del espíritu santo.”

Los benedictinos no sobreviven únicamente de las limosnas que reciben durante el servicio religioso. El monasterio se extiende por un territorio muy rico que solventa las necesidades de los hermanos. En 23 hectáreas hay 500 árboles de aguacate, 300 limoneros y naranjos, y un cafetal, “dádivas” que venden en los mercados de Cuernavaca y Tecala. También tienen carpintería, sastrería y peluquería. Cualquier peregrino que desee retirarse espiritualmente puede acudir con ellos, y será recibido por un hostelero. Al igual que en sus primeros años, la orden se distingue por elaborar cirios y velas. La apicultura es un oficio emblemático de la vida monacal. El hermano Evagrio por eso tiene un blog donde habla de abejas, aves y plantas.

"Tenemos aunque sea 15 minutos para ver el resumen de noticias en la TV, después del lavado de loza, después de la comida, y nos llega el periódico, podemos leer el periódico en algún momento de nuestra jornada monástica. Estamos al tanto de lo que pasa en el mundo porque el monje ora, reza, y pide por las personas de todo el mundo”, dice Damián.

La orden benedictina es la más antigua del cristianismo. Fundada en el año 529 en Monte Casino, cuenta con 22 congregaciones en todo el mundo, y ha tenido dos reformas.

“La vida en el desierto, como en el caso de los padres, o la vida en los monasterios, era una lucha con nosotros mismos en primer lugar, pero también contra el diablo”, remata Evagrio.

 

 

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Se ha dicho y confirmado y rebatido la falsedad de una posesión demoniaca de la madre Teresa de Calcuta durante sus últimos días; un reconocido exorcista estuvo combatiendo en la batalla del siglo, y parece que perdió.

El arrepentimiento final de Gilles de Rais, mariscal de Francia y paladín de Juana de Arco, al confesar los asesinatos, torturas y sodomías de cientos de niños durante el siglo XV, fascinó al vulgo (lo habían apodado Barba Azul), y también a Huysmans (Allá abajo, 1891) y Bataille (El verdadero Barba Azul. La tragedia de Gilles de Rais, 1965).

Uno de los principales funcionarios de Satanás advierte: los grandes pecadores tienen el alma tan suculenta como los santos verdaderos, pues corren el riesgo de arrepentirse en el último instante, según el razonamiento de C.S. Lewis en un postsriptum de Cartas del demonio a su sobrino (en este libro, el inframundo es una oficina de las dimensiones de la biblioteca de Babel borgesiana).

Cierto monje del cristianismo primitivo persiguió de forma tan ferviente la santidad que ideó un camino expiatorio espectacular: comer las deyecciones de los enfermos; el monje murió, y su humildad en realidad lo llevó a los brazos del Lucero, hijo de la Aurora.

La inquisición laica ha motejado de loco y tonto al padre Malachi Martin (1921-1999), jesuita renegado que escribió novelas tan suculentas como las almas de los grandes pecadores: allí retrató poseídos y exorcistas, misas negras en el Vaticano e intrigas políticas en la orden jesuita, y en otro libro acreditado como reportaje, retrata la vida de cirtos protagoistas de exorcismos ocurridos desde el final de la segunda Guerra Mundial; para Ingmar Bergman, Dios es una fuerza terrible y enigmática que se aparece en sueños de vigilia en forma de helicóptero (A través del espejo, o A través del cristal oscuro, 1961). Y según Pasolini, su cine no era apto para gente que vivía como si Dios no existiera.

Desde hace tiempo parece que nadie puede creer en el demonio, ni dentro ni fuera de la población cristiana. Y a pesar de ello, el beso negro de Satán parece regir incluso sus mejores intenciones.

El infierno no es precisamente eterno, nos dicen algunas corrientes místicas de la primitiva tradición islámica, idea que asimiló Dante en su Inferno, sino un viaje interior que no dura para siempre. Algo similar sucede con el Hades platónico.

Es fácil resistirse al mal. En esa resistencia está la soberbia, lista para devorar al que se pretende bueno, piadioso, puro, misericordioso, humilde. No hay nada más peligroso que perseguir la santidad. No hay nada más peligroso que perseguir el bien, por eso resulta fácil resistirse al mal. Esa es la principal tentación de Belcebú.

 

 

*Alberto Arriaga (Ciudad de México, 1974). Escritor y guionista. Sigue preparando la biografía fantástica de Francisco Tario. Ha trabajado en Canal 22 y Canal Once.

Revista Desocupado