Reportaje

 

La Justicia de los sin nada

2018-06-11 10:57:15

En México se registran 143 casos de abuso policíaco al día, una cifra alarmante considerando que el 70.4 % de las personas que sufren algún agravio por parte de las autoridades no denuncian

 

 

 

Por Verónica Lugo*

 

 

Es el otoño de 1992, la Ciudad de México está por atravesar un crudo invierno, al menos así lo presagia el frío viento que deshoja los árboles del parque América ubicado a seis cuadras del metro Polanco. Cerca del parque pasa a toda prisa montado en una bicicleta un joven que sigue derecho hasta la calle Horacio y se detiene afuera de una casa grande, de estilo clásico de dos plantas.

El nombre del chico es Daniel, tiene 19 años, muchas ambiciones y sueños por realizar con su novia Ana, a la cual conoció en la secundaria nocturna, y quien es mayor que él tan solo dos años. Ana está embarazada, tiene seis meses, el mismo tiempo que lleva viviendo junto a Daniel en el cuarto de servicio de la casa grande de Polanco.

La pareja homosexual para la que Ana y Daniel trabajan les ofreció el cuarto de servicio como una prestación el día que la contrataron a ella como cocinera y a él como mensajero. A pesar de que el cuarto que habitan es reducido y se encuentra en la azotea, la pareja está convencida que tiene lo necesario para ser felices: una cama que comparten, la mesita donde desayunan, el librero que es testigo presencial de sus ganas de seguir estudiando; una radio de baterías para sintonizar las noticias y un armario para guardar las, escasas, ropas que pertenecen a los enamorados.

Durante la mañana del domingo, mientras Ana tiende la cama, Daniel, apresurado, prende el calentador que está dentro del diminuto baño, para meterse a duchar ya que los enamorados habían quedado en ir a visitar a la madre de él.

Lo que más le gusta a Ana de ir de visita a casa de la mamá de su marido es que ella no tiene que preocuparse por nada, ni siquiera por alzar un plato y no por floja, sino porque su suegra la quiere como a una hija.

Ana corresponde a este afecto de la misma forma y siempre que puede se deja consentir por su suegra a quien también ve como a una madre pues desde muy pequeña quedó huérfana.

La mamá de Ana murió de cáncer de colon cuando ella tenía 4 años. Desde entonces quedó a merced de su padre, quien la golpeaba con regularidad con una correa de piel. En más de una ocasión estas palizas mandaron a la pequeña al hospital. Un día mientras su padre dormía alcoholizado huyo de casa, sólo tenía 9 años.

Ana recordaba esto con tristeza y no le gustaba hablar mucho sobre los años posteriores a su orfandad. Lo único importante, solía decir, es que ahora somos felices.

Después de calentar el boiler, Daniel, por lo general, se ducha primero y Ana lo hace una vez apenas termina pero este día ella tiene deseos de meterse a tomar el baño en pareja y hacer el amor con él.

Mientras tanto en Iztapalapa, la madre de Daniel se asoma por la ventana. Luce preocupada e impaciente. Daniel y su nuerita nunca se retrasan, al contrario, son muy puntuales y cuando algún percance se les atraviesa llaman para avisar que llegaran tarde. Algo no anda bien, no es normal que lleven dos horas de demora –se dice a sí misma la madre de Daniel.

Justicia de tehuacanazo

“La persona con la que yo vivía falleció, yo estaba con ella cuando murió, cuando nos pasó el accidente” –cuenta Daniel con la voz entrecortada y continua “Fue muy difícil. Cuando ellos llegaron (los judiciales) no investigaron, sólo me llevaron” (…) “Desde un principio el trato que me dieron fue el de sospechoso”.

“Después comenzaron a darme lo que ellos llaman “la terapia”: primero con el tehuacanazo, salsa búfalo, chile piquín y Tehuacán por la nariz; luego vinieron los golpes. Me amarraron, me colgaron de los pies, me vendaron los ojos y me golpearon. Me metieron a una celda y me repetían una y otra vez que yo la había matado”.

Los casos de abuso policíaco son comunes en todo el mundo, pero más en países en vías de desarrollo. El nuestro no es la excepción. En México se tienen registrados, al menos, 143 casos de abuso policíaco al día, una cifra alarmante considerando que el 70.4 % de las personas que sufren algún agravio por parte de las autoridades no denuncian, según señalan los últimos estudios realizados por el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (Ciesas).

Gran parte de este problema se debe a que en nuestro país la presunción de inocencia no aplica; al contrario se opta por acusar al detenido bajo la presunción de culpabilidad, algo que debería ser inaceptable y regularse con urgencia, ya que bajo está inscripción se anulan los derechos humanos de los apresados.

En el artículo 11 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se establece que “toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en un juicio público en el que se le aseguren todas las garantías necesarias para su defensa”. Pero en México esto no ocurre así, el 40% de los inculpados permanecen privados de su libertad a pesar de la falta de evidencia física y casi la mitad de la población carcelaria, de nuestro país, no ha recibido una condena.

“Yo tampoco sabía porque había un muerto, yo me encontraba en mal estado en ese momento. Tenía intoxicación y aun así me golpearon, me mojaron, me dieron toques en los pies, me dieron toques en los huevos y a pesar de todo yo seguía diciéndoles que yo no había sido, que yo no la había matado” –relata Daniel sobre el día de su detención.

Las detenciones arbitrarias y el abuso excesivo de la autoridad no están tipificados dentro de la criminalidad, sino de la corrupción. En México la corrupción no es un delito, al menos no de carácter agravado, pero en la realidad un sistema político que no castiga y que por el contrario permite la corrupción es un sistema proclive a ser impune.

A pesar de que la corrupción ocurre en todos los países, sin importar su sistema político y económico, tiende a proliferar en aquellos cuyas instituciones son débiles y donde el gobierno, o las empresas, no rinden cuenta a los ciudadanos.

En México los niveles de corrupción dentro de los aparatos judiciales son tan alarmantes que la ciudadanía lejos de sentirse protegida se siente amenazada.

En el discurso como señala el investigador, con doctorado en historia policial por parte del Ciesas, Diego Pulido Esteva, la policía surge como un aparato encargado de mantener el orden público, la seguridad de los ciudadanos y la prevalencia del Estado mediante el uso de la fuerza. Sin embargo, argumenta el investigador, ha representado para las élites, en perspectiva histórica, desde su creación, una cuña para modificar costumbres poco convencionales. Es decir, la ley se modifica a uso y conveniencia de los poderosos.

 

La desgracia

Cuando Ana y Daniel se meten a bañar se toman más tiempo del que usualmente invierten, ninguno de los dos está consciente del peligro que representa el calentador en mal estado, y sin chimenea, que se encuentra dentro del diminuto baño.

Los dos están encerrados en el baño, respirando el monóxido de carbono que expele el arcaico aparato. Ana se desvanece, Daniel intenta ayudarla pero siente como sus fuerzas lo abandonan y también se desmaya.

Cuando Daniel despierta en el hospital, su mamá le habla sobre lo que ha ocurrido; él apenas comprende, está perturbado. Daniel ha perdido a, quien el mismo llama, el amor de su vida y al fruto de ese amor, su hijo. Pero su desgracia apenas inicia.

Los empresarios para los que trabaja la pareja, están horrorizados, en su casa murió una joven de apenas 21 años y los responsables son ellos por no advertir a sus inquilinos sobre el riesgo del calentador dañado. Los patrones de Daniel evaden su responsabilidad y haciendo uso de su poderío sobornan a las autoridades para que apelen a su favor.

Mientras Daniel se encuentra hospitalizado por intoxicación, se entera que es el principal sospechoso de la muerte de Ana. Una vez llevado al ministerio público es obligado a cambiar su testimonio mediante el hostigamiento que va desde las amenazas hasta la tortura.

“Después de torturarme me pasaron a una habitación con un vidrio grande que daba a la recepción, ahí me esperaba el comandante y señalando a mi papá, a mi mamá y a mi tío, me preguntó quiénes eran ellos, yo le dije que eran miembros de mi familia. Entonces me dijo: “si no me dices porque mataste a esta chava, los voy a pasar a ellos y les voy a dar el mismo trato que te dieron a ti allá dentro y a tu mamá la vamos a violar. Entonces fue cuando de verdad me espanté y por miedo a qué pudiera pasarles, me declaré culpable” –revela Daniel.

El comandante todavía se burla de Daniel y en tono irónico se dirige a sus subordinados y les dice “ya ven bola de pendejos, ni un golpe y éste ya aflojó”. Posteriormente vuelve su cabeza nuevamente hacia el apresado y le habla: “ahora sí dime por qué la mataste y cómo la mataste”. Daniel no responde, no sabe que decir o más bien no sabe que inventar para que lo dejen tranquilo. Nuevamente vuelven a torturarlo hasta casi matarlo.

En términos conceptuales “policía” abarca infinidad de significados los cuales van desde limpieza, orden, decoro y hasta valentía, pero en una percepción generalizada se tiene la idea frecuente de que la policía no está para servir, sino por el contrario está para reprimir, extorsionar y hacer uso indebido del poder, comenta en entrevista Diego Pulido Esteva.

Una vez llevado ante el juez Daniel se declara inocente pero a pesar de esto y de que las pruebas del peritaje asienten que la muerte de Ana se debió a la falta de ventilación en el baño, que no tenía ventanas, ni chimenea y a las contradicciones en las declaraciones; Daniel es condenado por homicidio simple intencional con una pena de 4 años y 3 meses, supuestamente porque en la necropsia se encontró una fractura de tráquea, que si bien sí la hubo, fue por el vómito que Ana tuvo previo a su muerte pues nunca se encontraron las huellas dactilares de Daniel.

“Yo les firmé, porque en eso habíamos quedado, que yo iba a firmarles lo que ellos quisieran siempre y cuando no se metieran con mi familia. Hicieron dos declaraciones falsas: en una decían que yo era estéril y como Ana estaba embarazada yo me di cuenta, le reclamé y la estrangulé. En la segunda argumentaron que yo estaba borracho, que perdí el control y la maté. Ninguna de las dos era verdad. El abogado que me asignaron pudo demostrar que yo era fértil y así desmintió una de las declaraciones” –narra Daniel.

El negocio de las cárceles

Dentro de la cárcel Daniel tuvo que pagar, además de las humillaciones diarias, las cuotas frecuentes que los custodios le exigían “Según el dormitorio en el que estés te piden 5 o 10 pesos para algo que ellos llaman “la lista”. A los que mejor les va, les llegan a pedir un peso diario. Sino das la cuota para cubrir la lista te dan un manguerazo en las nalgas o te agarran a palazos, pero ahí es parejo. Todos deben de pagar. Mientras les des dinero a los policías ellos no te hacen nada. Lo grueso está en conseguir ese dinero. Adentro hay mucha corrupción. Los custodios y policías son los criminales. Si tienes dinero puedes meter celulares, si tienes dinero te dejan meter armas. Todo lo que mueve a quienes se supone nos deben de vigilar es el dinero que puedan obtener de los presos”.

Aunque no se sabe cuál es la cifra exacta, se estima que al menos el 44% de los internos en prisión todavía están en proceso judicial y muchos de estos se denominan inocentes. En una entrevista con la especialista Elena Azaola aseguró que las cárceles son un negocio redondo, en donde se abusa de la gente en condiciones socioeconómicas precarias. Ella afirma que la razón por la que el gobierno invierte en la construcción de más penales de alta seguridad y cárceles en el país es porque precisamente este negocio es redituable tanto para gente con cargos políticos como empresarios.

La gente que está dentro de la cárcel, refiere Azaola, sufre extorsión por parte de los que se supone solamente deberían vigilarlos, hecho que representa un problema para los presos pues como no tienen una fuente de ingreso deben pedirle dinero a sus familiares que van a visitarlos. El dinero es vital para evitar golpes y humillaciones.

“Esto repercute no solamente desde el punto de vista económico de la familia, sino en los afectos y lazos familiares que las extorsiones implican pues el 94% de los presos son de procedencia humilde. Las familias, en consecuencia, dejan de visitar a sus recluidos por falta de dinero; los cuales además de ser abandonados quedan a merced de sus verdugos. Los presos que no tienen como pagar la cuota deben de hacerlo de otra forma”.

 

Escuela para criminales

Daniel tuvo que trabajar para los policías molestando y hostigando a otros presos para así evitar el maltrato.

“Yo tuve que trabajar con los custodios. No me gustó pero lo hice. A los que son más rebeldes y no se dejan, los agarran para que les sirvan, para que se madreen a otros presos. Yo me convertí en uno de esos” –confiesa Daniel con los ojos enrojecidos y la voz entrecortada “Me chingué a otros para que no me chingaran a mí. Fueron ellos los que me convirtieron en un criminal. Cuando ya no quise colaborar con ellos, ni recibir remesas, me dieron una patada y me fincaron extorsiones, pero yo no era, todo lo malo que hice siempre fue bajo sus órdenes”.

Daniel cumplió su sentencia, en su expediente quedó asentando que las dos declaraciones que hizo en el Ministerio Público fueron inducidas mediante la tortura. En las pruebas se descartó la supuesta esterilidad de él y se hizo mención de las irregularidades de su caso, con lo que logró reducir su sentencia dos años.

Las cárceles lejos de ser un lugar en el que los internos se rehabiliten son lugares en donde los delincuentes se profesionalizan y donde los inocentes terminan corrompiéndose o sufriendo toda clase de vejaciones que van desde humillaciones, que afectan la autoestima de las personas en prisión, y violaciones de todo tipo, las cuales dejan secuelas para su vida en libertad.

De los olvidados a los sin nada

Al salir de prisión Daniel no presentó ninguna denuncia por abuso de autoridad, tampoco lo hizo por agravios o daños a la moral. Las injurias a su persona, dice él, son lo de menos. A Daniel, igual que a muchos detenidos injustamente, le sembraron diversos delitos como extorsión y asesinato a mano armada. Ninguno de estos delitos procedió penalmente por falta de pruebas. No denunció porque, como es natural, desconfía de las autoridades y porque, asegura, ya no cree en la justicia.

“Generalmente las denuncias en donde se sufre maltrato por parte de las autoridades policíacas no son investigadas. En la mayoría de los casos que se presenta una denuncia no se abre una investigación y por el contrario los cargos hacia la dependencia judicial son abiertamente negados” –explica Azaola en entrevista.

“En efecto, da la impresión de que la práctica policial y judicial están transgrediendo los límites de lo aceptable. La brutalidad policíaca es algo que hoy en día no es asunto de México, es un asunto que se ve en el caso Brown en Estados Unidos, o en cualquier parte del mundo. Entonces habrá que voltear a ver otros escenarios para que la función policial mejore siendo acompañada por la ciudadanía” –enfatiza el investigador Diego Pulido.

Fuera de la grabación, de la entrevista, entre risas burlonas y con sutil malicia, Daniel confiesa su enojo dice que le gustaría vengarse de esos “pinches ojetes”, aunque desconoce si sigan vivos. Aun así, fantasea con la posibilidad de infringirles daño “me gustaría volarles un dedo o aventarles en la jeta una bomba molotov” como la que ellos mismos le enseñaron a fabricar cuando, junto a otros reos, los sacaban de la cárcel para hacer de rompehuelgas. “Quisiera poder perdonarlos, pero todavía no puedo”.

En la actualidad Daniel como es lógico, desconfía de la policía y trata de no meterse en “problemas” para evitar cualquier roce con la autoridad. Han pasado poco más de 20 años desde que fue puesto en libertad, pero aún continúan las pesadillas que invaden su descanso por las noches. La tranquilidad, comenta él, es algo que perdió hace mucho.

En la actualidad Daniel tiene 43 años y trabaja como albañil en una constructora. Sus ganas de superarse y seguir estudiando se desvanecieron a la par de sus sueños. Se hizo adicto a la marihuana y al alcohol. No se volvió a casar, pero vive con una mujer con la que tiene dos hijos. Frecuenta un lugar en Iztapalapa, el hoyo, al que solo malandros y valientes se atreven a entrar. En ese lugar ha encontrado, según él, personas que han sufrido historias similares a la suya. Todos sus amigos son “anti-ley” y la mayoría ha estado en prisión. Todos coinciden y saben por experiencia propia que la ley sólo sirve para una cosa: “pa’ chingar”.

Son las 4 de la tarde, el día es caluroso. Daniel camina sobre las calles a medio pavimentar con fachadas a medio construir en un barrio pobre de Iztapalapa. Lleva una gorra puesta para cubrirse del sol. Calza unas botas desgastadas, viste una playera negra y un pantalón de mezclilla. Su caminar es pausado y su aspecto desgarbado. Su mirar es triste y sonríe con dificultad. En su rostro se leen los estragos de la injusticia y el encierro.

 

*Verónica Lugo. Periodista y crítica incansable. 

Revista Desocupado