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CHEBO (1951-2017)

2017-02-08 13:19:15

Amigo de Eusebio Ruvalcaba, el autor de este texto recuerda el carácter y la voluntad del escritor, ahora extinto, que los llevaba a las tinieblas de la charla entrañable y de la bebida espirituosa

 

 

Por Juan Jacinto Silva*

 

El alcohol baja lentamente. Es casi media noche y no hay nada que caliente mi alma. La soledad de los abandonados rumia por los rincones de esta casa que todavía guarda el suave aliento del tabaco, la glucosa de la cola y el agrio olor de la desesperanza.

Ha muerto Eusebio Ruvalcaba, mi querido Chebo.

Mis dedos exprimen el último pedazo de limón. Apago la sed con un caballito de tristeza y mis ojos se pierden en estas líneas de nostalgia.

El poeta Vicente Quirarte dice que conoció a Eusebio en casa de sus padres, cuando ese muchacho se echó a cuestas la titánica tarea de ordenar el acervo de don Martín Quirarte. Modesto hasta la terquedad -confiesa- veía con asombro cómo mi padre devoraba un arroz jugoso, mientras su estómago se doblaba de hambre.

No era poca cosa. Eusebio nunca medró con la gallardía. Era un hombre de Jalisco, de esos que únicamente se avergüenzan ante la pobreza, el desamparo y la maledicencia. Generoso hasta la saciedad, no dudó un sólo instante de su vida en ofrecer todo lo que tenía: una amistad a prueba de balas.

Nos encantaba encontrarnos por azar. Echábamos la moneda diaria en el aire de cualquier cantina y empujábamos nuestro destino al calor del primer tequila (si era yo quien pedía) o del primer vodka (si era él quien ordenaba).

La Jaliscience en el corazón de Tlalpan nos sirvió muchas tardes de refugio, mientras un solitario trovador nos llenaba de valor con sus adoloridas canciones. Nunca hablábamos de otra cosa que de la amistad y siempre tenía a la mano el ardid de la belleza en sus palabras.

En tardes de lluvia, le gustaba contar sus paseos con Silvestre Revueltas. Nos decía -a todos los incrédulos de su cofradía- que de mañana en mañana, sacaba a Don Silvestre a pasear. Hosco, como pocos hombres, se contentaba con escuchar. Trago a trago animaba su solitaria conversación.

En una ocasión –narraba—una mujer en un viejo Sanborns no se cansaba de admirar mi singular ágape con esa vieja y trastornada fotografía. Así que en un asalto de osadía, me acerqué para pedirle un favor: mi amigo (Revueltas) le pedía de la manera más atenta contemplar unos minutos su belleza. Ante mi descaro, aceptó. Veloz corrí por la imagen de mi maestro y a la distancia contemplé cómo seducía a su destino. Lo demás es lo de menos, concluía.

Nuestras conversaciones solían continuar en su casa. Allí en el colmo de su generosidad iluminábamos la noche con vino tinto. Coral y sus hijos, acostumbrados al asombro que cada noche prodigaba su padre, eran testigos de cómo se cultiva la amistad, se prodiga el bienestar y se tiende la mano al ciudadano.

Paciente, descorchaba botella tras botella hasta que nos alcanzaba la madrugada y otra vez echábamos la moneda al aire para nuestra siguiente cita con la vida.

Podría llenar páginas completas con las cartas de amor que cruzamos en el aire. En comidas, cenas, en tertulias domingueras, en salones de baile, en cuartos clandestinos, en amores secretos, bajo la luz de la serenidad musical, en sueños, en deseos, en trabajo, en francas burlas al desatino.

Mi garganta está seca. Mis labios se endurecen, tengo frío. Hoy a las 18:56 cruzó su última apuesta con el destino y se llevó la muerte a mi amigo. No he podido comunicarme con sus hijos. A Coral le he escrito unas líneas de luz y su respuesta me ha obligado nuevamente a doblar mi fragilidad ante la generosidad de su familia que hoy, más que nunca, está unida en esta hora trágica que nos hiela la sangre y escupe dolor.

Te has ido Eusebio y te has llevado tus poemas, tu dramaturgia, tus infatigables ensoñaciones transformadas en cuentos y, sobre todo, esa capacidad única de narrar como pocos la seducción de la música, la paciencia que viste en tantos ensayos del cuarteto Lener, las manos apretadas de tu padre, Don Higinio Ruvalcaba, la sonrisa y la paciencia de esa gran pianista que era tu madre, Carmelita Castillo, y la infatigable destreza que dejaste en cada uno de tus efluvios musicales.

Las exequias ya comenzaron. Hoy Laurie Ann y Pita Cortés, acompañan a tu familia. Las rotativas siguen de cerca la noticia de tu muerte y las páginas doblan sus campanas ante tu pérdida. En unas horas habrá jirones de tinta en diarios, revistas, sitios web y en la televisión mexicanas.

Yo no podré descansar. Saldré esta noche a buscar mi propio destino, a refugiarme en las calles de Tlalpan, de Tacubaya, del Centro Histórico. A refugiarme en arrabales, a continuar con tu cábala de llevar siempre escondida una pantaleta de mujer para alejar a los cretinos. Me sentaré solitario en una mesa a leer una vez más mi deshojado libro donde El diablo no quedó defraudado y escuchar contigo el violín maldito de Don Higinio que esta noche no descansará hasta sangrar sus adoloridas manos por ese hijo que jamás volverá.

 

 

*Juan Jacinto Silva (México, 1962). "Siempre pensé que me gustaría morir oyendo el Cuarteto 10 de Beethoven, Las Arpas. Ahora no estoy tan seguro. Sinceramente, me gustaría morir dándole la mano a mi mujer. Ya estoy viejo". Eusebio Ruvalcaba, del libro Con los oídos abiertos, Paidós, 2001.

 

Arte en fotografías: Ian Sebelius (Montreal, 1990) estudió Comunicación Social en la UAM Xochimilco. Es postproductor en Efekto TV. Vive en un mundo de mentiras fabricando fantasías.

Revista Desocupado