En esta entrevista Daniel Rodríguez Barrón nos comparte sus obsesiones y pasiones literarias y pictóricas, las cuales exhibe en su nuevo libro de ensayos: "Retablo portátil"
Redacción Desocupado
Retablo portátil (Librosampleados 2021) es un ensayo donde Daniel Rodríguez Barrón (Ciudad de México, 1970), autor de novelas como La soledad de los animales y Retrato de mi madre con perros, reflexiona sobre diversos temas como la identidad y el fracaso, la importancia de la literatura en el mundo actual y el viejo arte de la pintura que nunca está agotado y todavía puede sorprendernos. A través de la obra de Conrad, Tolstói, Calasso y las piezas de Toledo, Rothko y Fernando García Ponce, entre muchos otros nombres que se destilan a lo largo de estas páginas, Rodríguez Barrón levanta un íntimo retablo para la iluminación profana, sobre esto conversamos con él.
¿Cuál es tu intención al escribir este Retablo?
Mi intención era reclamar para mi formación un puñado de imágenes y de escritores. Aunque no quisiera traer como testigos al destino o a los dioses, me parece que no es casual que uno se encuentre en el camino con ciertos autores y un puñado de imágenes: ¿por qué Tolstói y no Balzac?, ¿por qué me impresiona tanto Conrad y no Melville?, ¿por qué me fascina ese mundo, a veces francamente cursi, de los prerrafaelitas? Bueno, creo que uno elige a sus manes, no solo los va descubriendo, sino que los temas, el modo de contarlos o de exponerlos en el caso de la pintura, se acomoda con nuestros propios intereses, pero sobre todo con nuestros rasgos de carácter. No quiero decir, en modo alguno, que pertenezco a ese mismo linaje; es más, ni siquiera me atrevería a asegurar que los artistas que incluyo en el ensayo formen parte de mis influencias porque me parecería demasiado arrogante, y su herencia, de haberla, me hundiría bajo su peso. Lo que digo en mi ensayo es más humilde y más sencillo: los frecuenté y me cambiaron, marcaron mis gustos, mis afectos y mis preferencias; entonces, lo que sugiero —mi ficción personal, digamos— es que, como el célebre Aby Warburg cada uno crea su propio atlas mnemosyne, un conjunto de características —gestos, actos, señales— que al cabo del tiempo se vuelven propios, se convierten en tu forma de pensar, de entender y de guiarte por el mundo. Esos personajes, esas imágenes, forman mi retablo portátil.
¿Cómo retratas al arte y a las expresiones literarias y pictóricas en este libro?
Pienso en el arte como una droga fuerte, como un riesgo, como una alucinación, porque me gustaría creer que aún sigue teniendo esa influencia entre nosotros. Supongo que cada vez menos, y el terror que nos causan los crímenes, la corrupción política, el cambio climático o las muertes por Covid, nos han anestesiado y ya no vemos el arte con horror sagrado como quería Platón. Y sin embargo, sigo creyendo que esa experiencia es posible. Hace apenas unos días leí que un grupo de científicos había descubierto que los artistas prehistóricos sufrían de hipoxia mientras realizaban sus obras dentro de las cavernas, y esa falta de oxígeno por estar tanto tiempo trabajando en las cuevas los conducía a la alucinación. Me alegró leer la noticia, porque así es como lo veo. Yo he tenido un par de esas experiencias, una vez, con mi abuela en una iglesia —historia con la que cierro el libro— y la segunda en el British Museum. Acababa de llegar a Londres y torpemente, en lugar de ir a mi hotel y descansar un poco, me fui al museo y allí me pegó el hambre, el jet lag, el temor y el entusiasmo que se sienten cuando estás en una ciudad que nunca antes habías visto, y mi recorrido fue exactamente eso, una alucinación.
En el libro resalta sobre todo la iluminación del conocimiento y la atención a la obra artística, ¿por qué?
Esas dos características de las que hablas, iluminación y atención, son dos de los temas centrales del libro. La idea de la iluminación secular que puede inspirar una obra de arte, un paisaje, una caminata o una droga pertenece desde luego a Walter Benjamin, y hay que señalar que para él no hay mayor droga que esa incesante conversación alucinatoria con uno mismo. Benjamin me ayudó a entender y a darle nombre a ese efecto que ocurre cuando comprendes que hay artistas, pero también momentos, personas que trascienden su época y nos muestran una imagen completa de la humanidad, uno de esos momentos en donde el espectador y el lector abandonan el museo, la habitación, e incluso su propio yo para comprender que forman parte de un flujo mayor, enorme, que viene de muy lejos y del cual él o ella o elle, no es sino una chispa, una fuerza que se enciende un momento y luego se apaga para siempre. Ese pequeño milagro, creo, es lo que Benjamin llamaba iluminación profana. Para él se trata de un regalo, como la gracia, es decir que uno puede sentarse en un parque, contemplar un árbol y aquello ocurre; sin embargo, yo pienso que esa iluminación no es posible si no ponemos cierto esfuerzo, y aquí viene la atención de la que habla Simone Weil. Para Weil nuestros defectos pueden corregirse si prestamos atención; para ella, por ejemplo, la oración era el ejercicio extremo de la atención. Hoy se habla mucho del mindfulness, pero creo que Weil (y muchas otras personas venerables que han practicado la meditación desde hace siglos) lo descubrieron antes y no se les ocurrió ponerle ese nombre horrible y pretencioso. Es sencillamente un estado de atención, de poner a trabajar todos tus sentidos sobre un objeto, un libro o una persona. Yo sé que puedo entrar en ese estado cuando leo o escribo, cuando veo una pintura que me gusta mucho, cuando las cosas me llevan a reflexionar sobre su importancia y sobre su influencia en los demás o en mi persona. Retablo portátil no es más que eso, breves ejercicios de atención y de iluminación profana.
Es un ensayo muy personal, pero en donde hablas sobre temas universales, que van de lo sagrado a lo profano, ¿no crees?
El libro abre con la invitación a entrar a una caverna, a la oscuridad primigenia y cierra como te decía, con la anécdota de ser niño y entrar a una iglesia. Supongo que hay una conexión entre ambos ámbitos, es el lugar de lo sagrado, es el lugar donde aquello que ocurre tendrá un significado que nos cambiará profundamente. Invito al lector a que se deje llevar por ese recorrido como si se tratara de un viajero y el narrador del ensayo de un viejo cicerone que les enseña el lugar, pero que también les advierte que, a través del arte, entenderán cosas de sí mismos o del mundo que tal vez no les gusten, y que cuando uno se acerca a lo sagrado, aquello pide a cambio del conocimiento, como sucede en Shakespeare, es un pedazo (una libra dice el mercader de Venecia), de su propia carne.