Ensayo

 

El santo de San Luis, David Ojeda

2016-10-14 14:03:47

Maestro de varias generaciones, el escritor potosino David Ojeda influyó con su escritura, rigor y oficio el panorama literario nacional. Alejandro Paniagua Chino describe el temple y personalidad de quien recibiera en 1978 el prestigiado Premio Casa de las Américas 

 

Por Alejandro Paniagua*

 

Tras leer que mi maestro literario, David Ojeda, había muerto, miré un mensaje de Facebook que hace meses le escribí y que ya ni siquiera recibió. Al enfrentarme, de forma gráfica, al vacío de su respuesta, comprendí lo terrible que será la ausencia de sus palabras, todas ellas: las afables, las malas, las que temperaban, las que condenaban, las sabias, las vulgares, las que arreciaban el corazón, las que iluminaban, las que podían transfigurar, las que me ayudaron a domar mis propias letras. Y es que fue él quien me enseñó a desbravar mi literatura, mi estilo. De hecho, lo conocí hace ya varios años, porque fue mi tutor cuando tuve la beca del FONCA.

No soy un hombre que conserve, o tome siquiera, muchas fotografías. Pero sí guardo una con él. Justo una que nos tomaron durante un encuentro del FONCA. En la imagen estamos Alfonso Nava (otro becario), David Ojeda y yo sentados en la clásica mesa para presentación de libros. El mueble se halla ataviado con el soso mantel de siempre y sostiene esos plásticos que despliegan nombre tras nombre, de forma cansada y reiterativa. Lo curioso es que no estamos presentando ningún libro, ni tampoco haciendo una lectura que provocara bostezos hasta en los invitados más cercanos. En realidad, nos sentamos en el escenario, luego de una presentación, y nos pusimos a decir tonterías, albures, o necedades con el micrófono aún encendido. Hicimos una parodia de los eventos literarios. El buen David era generoso hasta en su risa. Se carcajeaba de nuestras ocurrencias o aportaba un buen remate a las explícitas referencias sexuales, o a las ofensas dedicadas a más de un autor consagrado de las letras mexicanas. Alfonso y yo jugábamos a ser escritores reconocidos y David, nuestro querido tutor, nos miraba con un cariño que me descarapela el alma nomás de recordarlo. Finalmente nos invitaron con severidad a salir del escenario.

David Ojeda no andaba presumiendo sus reconocimientos, que eran varios, ni vociferaba sobre sus aciertos literarios, que eran incontables. Yo supe que ganó el Casa de las Américas en el año de 1978, hasta el día en que me regaló un ejemplar del volumen ganador. El libro se llama “Las condiciones de la guerra”. Los cuentos de este compendio son breves, arrasadores, son de esos textos que te parten la madre en tres putazos literarios bien puestos. Son de esa clase de cuentos que te hacen bajar la mirada al recordar lo que escribiste anoche. Señores cuentos, pues, para decirlo con pocas palabras.

Como toda relación discípulo-maestro, la nuestra estuvo siempre llena de misticismo. Llegué a muchos de sus libros de manera inusitada, por decir lo menos. Encontré uno de sus tomos en un breve mercado de libros que se pone junto al Palacio de Minería. El título (“Los testigos de Madigan”) y el nombre del autor apenas podían leerse. No sé ni por qué lo levanté. O más bien, lo sé perfectamente, lo alcé porque era un libro de mi maestro, un ejemplar cuyo hado era que lo encontrara, yo, aquella tarde. Lo que me sorprendió es que se trataba de un libro de poemas, no sabía que David también le entraba al género poético. La mayoría de los versos de la colección son de arte mayor. No me resultó extraño, todo en David era del rango más elevado. Escribía poesía justo como me imaginaba que lo haría un hombre de su envestidura literaria: con un estilo recio, cabrón y desfachatado.

 

 

Durante mi beca del FONCA, David publicó la novela “El hijo del Coronel”. Un texto genial contado a tres voces: la de un militar, un médico y una mujer que antes fue hombre. Y aunque esta última viviera la trasformación, en apariencia, más descarnada, la metamorfosis de los tres personajes resulta desgarradora. La voz literaria de David era de una hombría, de una honestidad y de una concisión ejemplares. “El hijo del Coronel” es una joya oculta en el catálogo de Tusquets.

Tuve la fortuna de asistir también a la presentación de su libro “Perros de casa”, en la Ciudad de México. Me sorprendió escucharlo hablar con tanto amor hacia los perros, hacia los animales en general. Poco después, como si su discurso hubiera sido una conminación o un edicto cifrado, yo adopté a mi primera mascota, una perrita lhasa apso llamada Pushkin.  Los cuentos del libro “Perros de Casa” de David Ojeda son un serio homenaje, de alta literatura, para el mejor amigo del hombre.  Siempre he pensado que se necesita gran talento y maestría para escribir buenos textos protagonizados por animales u objetos. David consiguió hacerlo, sin duda.

Lo último que hallé de mi maestro fue un volumen de cuentos de Sylvia Plath llamado “La biblia de los sueños”, que David tradujo.  El libro también llegó a mí en circunstancias inexplicables. De inmediato le escribí para contarle. Me dijo: “Ojalá te guste, quinceañero”. Sus palabras tenían tal fuerza que la respuesta fue como una maldición, porque de verdad gocé la lectura del libro. Y más al imaginarme a mi maestro traduciendo a media noche, con sus enormes gafas que reflejaban sus manos, los textos originales y las extraordinarias versiones en español, así como un caballito de tequila, o una cerveza, o un burdo refresco. Él me dijo varias veces que escribía de día, pero yo nunca pude imaginarlo de esa forma.

Pero fue su libro “La Santa de San Luis” el que llegó a mí de la forma más descabellada. Esta es una historia que no cuento nunca, porque resulta de verdad inverosímil. Pero hoy la desdicha hace que la inverosimilitud me importe poco. Yo compré “La Santa” un mes antes de que se anunciaran los resultados de la beca del FONCA. Yo no había escuchado siquiera sobre la existencia de mi querido David. Vi el libro y pensé que gracias a él mi sendero literario se transformaría. Estuve seguro de ello. Luego de leerlo y maravillarme, pensé que sería un libro que iba a determinar, de muchas formas, también mi vida. Lo hizo. La sorpresa fue que el autor resultó aún más importante que aquellas letras justas, contundentes, chingonas. Me da gusto que así fuera. Y si ya dejé que entrara la inverosimilitud (pecado capital para cualquier autor), quiero agregar una cursilería (igualmente una vileza entre escritores): me arrepiento de no haber aceptado las múltiples invitaciones de David para visitarlo en San Luis. Me arrepiento simplemente porque me hubiera encantado darle un abrazo más, porque hubiera deseado que me diera un último consejo, porque hubiera sido una dicha escucharlo carcajearse de mis tarugadas, de mis groserías.

Ayer, para no dejar tan vacío aquel mensaje sin respuesta que le hice en el Facebook, decidí escribirle algunas oraciones a David, frases cuya sinopsis es muy simple: Gracias, mil gracias por todo, mi adorado maestro.

 

 

*Alejandro Paniagua fue becario del FONCA, en el género de cuento, durante el año 2007. Obtuvo en el 2009 el Premio Internacional de Narrativa Ignacio Manuel Altamirano, otorgado por la UAEM. En 2015 fue ganador del Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. En el año 2016 ganó el primer lugar en el Concurso Universitario de Poesía Cuautepec, de la UACM. Y fue Mención Honorífica del Premio Lipp de Novela. En 2010 fue publicado su libro de cuentos llamado: “E” sin acento. En 2015 fue publicado dentro de la antología de cuento: Asesinos, músicos y otros personajes para recorrer México.

 

Imagen: http://bit.ly/2epxRya

 

 

 

Revista Desocupado