Muestra de la desesperación, la angustia y la violencia, la obra de Juan Rulfo se movía por la estética modernista y la écfrasis fotográfica más que por lo ideológico
Aunque todo el mundo parece escribir con facilidad sobre Juan Rulfo (1917-1986) en medio de su centenario, para mí nunca ha sido una tarea fácil. Su obra rebasa cualquier acercamiento a priori o teórico que se quiera hacer de ella, puesto que exige una o varias lecturas muy concienzudas. Rulfo construyó un universo que se asoma al misterio de la condición humana. El cientificismo y el tecnicismo rampante de cierta crítica literaria, especialmente la de corte estructuralista, ha pretendido escamotear o pasar por alto semejante hondura humana, y hay efectivamente una abrumadora bibliografía que no ha quedado sino como murmullos –ruido– alrededor de la obra de Rulfo. La verdadera crítica literaria debería inspirar un ensayo o una monografía tan admirable como la obra que se critica. Pero ello no ha sido así, por desgracia, y trataré de dar algunas razones al respecto.
Ya en Toda la Obra, la edición coordinada por el mexicanista francés Claude Fell, el crítico británico Gerald Martin declaró el agotamiento de las posibilidades de interpretación de la obra de Rulfo, y llamó a un nuevo comienzo[1]. Su afirmación lleva parte de razón, pero él tampoco pudo llevar a cabo ese “nuevo comienzo”. La crítica académica ha seguido reduciendo la obra de Rulfo a la estructura de sus tramas y narraciones, o bien, a las confluencias e influencias entre algunos autores y tradiciones particularmente estadounidenses (William Faulkner y el gótico sureño), sin mencionar aquellas otras lecturas que, basadas en instrumentos lingüísticos puestos de moda por la filosofía analítica, vieron en Pedro Páramo y en los cuentos de El llano en llamas meras formalidades discursivas. Los críticos estructuralistas, marxistas, realistas, positivistas, indigenistas e, incluso, feministas y queer deberían tener en cuenta que lo que movía a Rulfo no era una ideología, sino una estética. Se trata de una estética que viene desde el modernismo (el movimiento literario más importante de Hispanoamérica) y que consistió, en su caso, en el cultivo de una prosa poética como requisito para narrar los conflictos humanos, y en la cercanía con el arte pictórico y fotográfico para la poetización del paisaje.
Las exposiciones de las fotografías de Rulfo en torno a los paisajes de Jalisco y Colima, por lo general, olvidan mencionar la estrecha relación que guardan con su narrativa. Hay mucha écfrasis en Rulfo (relación entre imagen y descripción verbal). La geografía literaria de Rulfo, por otra parte, no debería condenarse a mero exotismo. Hay una tradición intelectual y literaria en el occidente mexicano que no obedece a las lógicas del centro o la capital. Sin ir más lejos, la obra de Rulfo está antecedida por las de otros dos novelistas jaliscienses, tales como son Mariano Azuela, el autor de la famosa novela Los de abajo (1916), y Agustín Yáñez, el autor de Al filo del agua (1947), ambas novelas que anteceden en estilo y en temática la obra del autor de Pedro Páramo. Me atrevería a incluir en la lista de precursores jaliscienses de Rulfo a Amado Nervo ya que, si bien nació en Tepic, hoy Nayarit, para 1870 tal municipio pertenecía la jurisdicción de Jalisco. Resulta tan evidente el desdén por la “provincia” entre ciertos críticos de Rulfo que llegan a sostener que el escenario de su narrativa sucede en los Altos de Jalisco, cuando basta ubicar en un mapa real los pueblos de San Gabriel, Sayula y Tapalpa para saber que se trata del sur del estado.
Como tiempo y espacio están relacionados, para que la mención de la geografía literaria de Rulfo no sea pura cuestión exótica o provinciana, justamente hay que apoyarse en la Historia. Por la época en que Rulfo nació y creció (la década que va de 1917 a 1927), el sur de Jalisco fue precisamente el epicentro de la Guerra Cristera. Para quien desee profundizar en el contexto y en el origen histórico, real, de los personajes de Pedro Páramo o de los cuentos de El llano en llamas, debería ser de lectura obligatoria los dos tomos de La Cristiada, el estudio del historiador francés Jean Meyer. Sin embargo, cierta historiografía centralista, laicista y revolucionaria (típica del Estado Liberal o priísta) ha negado la relación de la obra de Rulfo con las secuelas de la Guerra Cristera. Por una parte, la obra de Rulfo no se puede clasificar dentro de la “novela de la Revolución mexicana” porque está ambientada en una época inmediatamente posterior; por otra parte, si el escenario es el de la Guerra Cristera, entonces su obra habría que estudiarla en reacción a la novela de la revolución, justamente para insistir en que el escritor jalisciense no se movía por una ideología sino por una estética. Dicha estética, la de la prosa modernista y la de la plasticidad de las imágenes tanto sacras como seculares de un Amado Nervo y que se advierten por igual en Mariano Azuela y en Agustín Yáñez, había persistido en Jalisco y el occidente de México por parte de cierta tradición novohispana y más tarde republicana, que no había sufrido el saqueo sistematizado de las luchas revolucionarias del centro y el norte del país. Las fuerzas federales del Estado revolucionario al mando de Plutarco Elías Calles, sin embargo, saquearon brutalmente el sur de Jalisco, obligando a sus habitantes a deshacerse de sus prácticas católicas con el fin de “adorar” al Estado, o bien, condenándolos a practicar su religión a escondidas. De ahí que aquellos pueblos, en la visión de Rulfo, se guarecieran en un silencio parecido a la muerte.
Toda interpretación teórica exige en el fondo un profundo conocimiento histórico, así como un acercamiento minucioso al texto –y no al discurso–, de otra manera, como señala la crítica francesa-mexicana Françoise Perus, se le exige al texto que se rija y adecue a ciertas preconcepciones del mundo representado. Diversos trabajos han tratado de explicar tanto la obra como la construcción casi mítica de la figura de Rulfo. Ese velo de misterio alrededor de su figura estuvo desde un principio casi construida por el mismo autor, a quien Juan José Arreola tilda de “mozongo y entrambolicado”[2], algo así como el perfecto mentiroso con gracia y genial. El mismo Arreola lo era. Ese juego sarcástico y plagado de humor es característico de los monzongos; mientras que los entrambulicados son más bien los “cuenteros”. Basta revisar cualquier entrevista para darse cuenta de esto. Se trata, en sí, de una suerte de trampas literarias muy cercanas a la ironía. No dudaría que haya un recurso retórico bien definido por la antigüedad para referirlo. El problema de las entrevistas con Rulfo, como base para estudiar su obra, es que toda respuesta o declaración está plagada de afirmaciones entramblicadas.
El gran problema del análisis de la obra de Rulfo está en la extrañeza. No se trata sólo de una estructura narrativa cortada o fragmentada, sino que en su obra hay un verdadero rompimiento con la forma de leer, exige del lector una total concentración y la relectura. Exige además comprender que no se trata de una sola voz en un determinado plano temporal, sino de una multiplicidad de tiempos y planos narrativos que se superponen unos a otros nunca de manera clara. No hay tampoco un “pacto de lectura”, primer problema para los lectores acostumbrados a seguir fórmulas que implican ver el texto como un objeto inmóvil. Al lector, por lo tanto, se le exige que deje de lado la ilusión de transparencias y estabilidad para leer la obra como un desarrollo “fuera” del tiempo. Esto no es peculiar de la obra de Rulfo; se ve claramente también en La tejedora de coronas (1982) del colombiano Germán Espinosa.
Diversas lecturas han apuntado atinadamente que el entrevero de los tiempos narrativos en Rulfo clausura cualquier posibilidad de pasividad, y por lo tanto, resulta imposible analizarla desde la perspectiva de la trama. Por lo que Perus sostiene que esta construcción narrativa impide que el lector se haga preguntas erróneas sobre los principios de causalidad.[3] Esta autora no se equivoca al señalar que Rulfo está transformando la narrativa de su tiempo, no sólo en relación con la experimentación de la forma, sino incluso con la forma de lectura, que implica la construcción de nuevos lectores. Habría que agregar que esto responde, sin duda, a una respuesta a la construcción misma de la novela institucional revolucionaria y a su poética realista; por eso se insiste en la necesidad de la historia, e incluso, en la reconstrucción de la trayectoria intelectual de Rulfo –una biografía intelectual.
Para aclarar, tanto en la narración como en la construcción de su figura misma, Rulfo está constantemente haciendo desatinar al lector, con sus afirmaciones entrambulicadas y mozongas, que sin duda son una forma muy cercana a la sátira y a la ironía. Al no escribir ni críticas ni comentarios de libros, Rulfo oculta en gran medida las claves de su obra, lo que hace pensar a los lectores ingenuos que todo puede ser reducido a las palabras afortunadas, o bien, a aspectos sociológicos meramente. Sin embargo, la inquietud que queda tras la lectura de cualquier de sus obras, revela un trasfondo intelectual y filosófico –quizás también religioso– muy complejo que se acerca al escudriñamiento de la condición humana; la culta, la desesperación, la alegría, el amor mismo, la fe y la desesperanza están allí puestas ante nuestros ojos con una aparente sencillez que ha resultado hasta ahora imposible de desmembrar para estudiarla.
Analizar por completo la obra de Rulfo implicaría anotar cada frase, cada paso y cada espacio. Los textos son cuadros vivos de una forma de experiencia. De la experiencia. El autor retrata el dolor en el segundo previo al paroxismo, en el instante mismo del anonadamiento. Son la muestra de la desesperación y la angustia, la violencia, el rencor o el desprecio contenidos. Cada cuadro, cual poema en prosa, muestra la propia confusión mundana. Es difícil estudiarla por su hermetismo, el universo es tan amplio que parece imposible “hilar fino” en el análisis. Sin embargo, la obra escapa a toda ideología, su valor no pertenece a una realidad social, cultural o nacional. Su valor se ancla en el embellecimiento del lenguaje, en la sorpresa y la inquietud que causa su nuevo universo.
Quizás sea la inquietud de la propia experiencia de lectura el punto de partida para aproximarse a la obra de cualquier autor. Las palabras de la obra de Rulfo se quedan en el recuerdo como versos, como pequeños fragmentos de nostalgia. El flujo de recuerdos en la narración, presentadas en “voz-imagen”, son casi un dispositivo artístico en sí. No hay rostro, no hay cuerpos, son voces que pertenecen al espacio y el tiempo del recuerdo, que regresan como imágenes vivas.
*Diana Hernández Suárez. Maestra en Letras Mexicanas por la UNAM, sus principales temas de investigación son las polémicas literarias de finales del siglo XIX y la literatura comparada entre Hispanoamérica y Alemania. Estudia el doctorado en la Freie Universität Berlin.
Arte en fotografías: Ian Sebelius (Montreal, 1990) estudió Comunicación Social en la UAM Xochimilco. Es postproductor en Efekto TV. Vive en un mundo de mentiras fabricando fantasías.
[1] Gerald Martin, “Visita panorámica: la obra de Juan Rulfo en el tiempo y en el espacio”, en Juan Rulfo.Toda la obra, Claud Fell (coord.), CONACULTA, México, 1992, 471-545.
[2] Fernando del Paso, Memoria y olvido: vida de Juan José Arreola, 1920-1947, CONACULTA, México, 1996, pág. 119.
[3] Perus, op. cit. 24