Crónica

 

JESÚS CON EL DIABLO ADENTRO (SEGUNDA PARTE)

2019-05-21 08:21:40

Ésta es la historia de Jesús, un tipo que le agarró placer a matar

 

 

 

Por Milver Elener Avalos Miranda*

 

 

Hoy se encuentra prófugo y amenazado de muerte por sus compinches de almas retorcidas. Contribuyó a inflar las estadísticas que documenta la policía de criminalística. Desde el dos mil trece hasta el dos mil quince: seiscientos cuatro muertos. Durante los dos años que estuvo enfriándose las cifras llegaron a doscientos catorce. Contar la vida del personaje duró todo el último año, él no mata, ya no es útil para la muerte, pero ésta no se detiene, los otros ángeles del mal acribillaron a ciento treinta y uno.

 

Lluvia de balas. Sobre la dizque profesión del sicario se tejen muchos mitos que deben ser descocidos. Un sicario fino no pertenece a ninguna banda y cuenta con las mejores pistolas. No ofrece sus servicios, sus viejos clientes lo recomiendan. Un crimen les tomas tres meses como mínimo, hacen el reglaje o seguimiento a la víctima y ejecutan sin dejar un rastro de prueba. Cobran la mitad del dinero por adelantado para gastos de taxi, balas, hoteles, ternos y comida; cuida mucho su apariencia, viste elegante pa’ no levantar sospechas y pueda escabullirse entre la gente. A él le importa una mierda las razones del sujeto que paga por la muerte, ni lo que el difunto hizo por desatar la furia del verdugo. Se basa en la regla de menos contacto mejor. Él puede ser contrato por los deudos para cobrar venganza. No desperdicia la chamba, porque los contratos no caen del cielo todos los días; sino una vez al medio año ¿Cuándo muere un sicario? Pué, cuando falta a la fecha pactada. Por eso funcionan igual que un reloj suizo.

—¿Te consideras un sicario?

—Pué, sí y no —dice dubitativamente—. Sí, porque según la definición de sicario: es un tipo que cobra por matar. Yo pedía cojudeces: cajas de cerveza y tres putas. A veces quinientos soles, en dólares es ciento cuarenta y dos. En algunas ocasiones me metían cabeza, cuando iba por el billete, me amenazaban o se quejaban que no había sido un trabajo limpio. Y eso que yo era un poquito caro, había otros que pedían droga, putas, chela y cincuenta mangos. Con el poco dinero me divertía en Nith Club o en un prostíbulo de puro extranjeras—. Y no, porque no contaba con un arma propia y recibía órdenes de un jefe de banda. Creo que soy un asesino, nomás.

¿Quién me daba las pistolas? Vea, usté, un lugar teniente proporciona las armas con muchos balines. Después de mandar el paquetito al diablo, se entrega los juguetes, lo meten en un balde, le rocían ácido y lo trituran a combazos. Chao todo huella incriminatoria.

Después de finalizar las prácticas de disparos en los cerros sin rastro de vida, no me lanzaron al ruedo del crimen, ni me dieron pistola, ni un nombre de un infeliz que respiraba aire de más, ni orden de matar a alguien por la espalda o mirándole a los ojos. Aún faltaba la lección más importante: preparar la mente pa’ perder hasta el más mínimo rescoldo de culpaba. El peor enemigo de un asesino es su cerebro. Ese pedacito de masa gris puede ocasionar insomnio de tanto recrear la escena trágica, por ende, te desesperas y confiesas el delito. Y el maestro, un experto en formar pistoleros, no iba a dejar ese cabo suelto. Me ordenó seguir a Cabezón, un tipo de sangre fría o sangre de pato, como se lo conoce en el argot delincuencial. El primer encargo no se hizo esperar: matar a un chibolo colectivero. Se había pasado de lanza, jugaba pa’l bando contario. Botó los números telefónicos de los dirigentes de la empresa a otros vagos. Al comenzar las extorsiones, el presidente del gremio se comunicó con Paco: “Nos amenazan con quemar los carros, si no pagamos cupos, dos soles por vehículo. Arregla esa movida que para ayer es tarde. Yo te pago por seguridad”, dijo ¿Cómo supimos si era culpable o zanahoria? Pué, otro de la banda se encargó de investigar. Fue a una fiesta por la zona y vio que un chibolo tomaba con el lugarteniente de La Jauría. Se sacó la lotería: tenía al sapo. Que quede claro que no se le vuela la cabeza a inocentes; sino a culpables. Rara vez habrá un error, este es uno: Al tener en la mira al culpable la orden de asesinar al payaso cayó como un aguacate maduro. Cabezón y yo íbamos en moto lineal a sapear por el paradero de los colectivos enclavado en la tercera etapa de Manuel Arévalo, un barrio con pozos ciegos a falta de desagüe, el agua llega por horas, poco iluminado y con algunas veredas de cemente. Luego de semanas de seguimiento, Cabezón, relata los por menores del plan: “Vamos a ir en un tico. Seré el copiloto. Tú vas en el asiento trasero, a mi altura. Al pasar junto al chofer del colectivo, yo disparo primero y tú segundo ¿Estamos?”. Pero no estaba en los planes que un sapo le podía dar el silbatazo a la presa. Él se refugió como una rata en su madriguera y envió a su hermano mayor de carnada. El sin saber fue de carne de cañón. Su auto negro está parado en un taller. Él está sentado al volante. “Está regaladoza esta vuelta”, dijo Cabezón. El tico amarillo se estaciona al costado. “Causa, este regalo va de parte del Gordo”, acota y dispara. Mi pistola, Cz Browning 380 se traba, no revienta, no sale la bala. El tío tenía la cabeza recostada al timón como si estuviera durmiendo. “Jálale, carajo. Vas”, ordena Cabezón, entregándome su pistola 38. Yo vacié las siete balas restantes. “Jesusito lo has hecho de la puta mare, debutaste como los grandes —comenta—. Pa’ la próxima pide un 38, nunca se atraca, si no sale una bala, jalas de nuevo, la manzana corre y sale la siguiente tiro”. El chófer puso a rodar las llantas despacio. Su actitud me cayó como un golpe en las pelotas “¿Qué chucha tienes, maricón?”, grité, “acelera los mirones pueden anotar la placa y nos cagan”. He roto está botella en mil pedazos /Así está mi amor hecho pedazos / Quisiera aún llorar por tu abandono / Así calmaré tu desengaño, suena Toño Centella en el estéreo. “A este, Jesusito le falta madurar, aún es sano. Hay que llevarlo al Milagro para que lo corran dos negros y lo aviven—sugiere el caña—. La placa es robada, si lo anotan como la güeva”. La unidad se desanduvo en la casa de Cabezón. La refri estaba llena de cerveza. Crucé la puerta con paso lento e indeciso, puse mi culo en el sillón, no deseaba nada. “Miro arriba / Miro abajo / Y tú no vienes, porque será”, suena un fono. “Es el Gordo. Cállense. Se viene el money”. Al cortar la llamada el enojo reviste su rostro. “Lo hemos cagado. Hemos matado al sano del hermano”, confiesa. Dios mío que mierda he hecho, me decía. “Marca a las bandidas, oe”, sugiere el pata del tico, “el muerto está bien muertito, no nos va a joder la fiesta. Ya mañana lo solucionamos”. Cabezón le da la razón. La cerveza va rodando, pasa de mana en mano. No mojé la garganta en cinco vueltas. Me friqueé.

—¿Qué mierda tienes? ¿Qué te pasa, Jesusito? —inquiere Cabezón.

—Acabo de matar a un güevón inocente —contesto dejando la quince tiros en la mesa— ¿Te parece poco, maricón?

—Cállate, cucaracha, no has quebrado a nadie. Yo lo enfríe, tú lo has rematado. Mi tiro fue certero, directo a la sien —explica con un tono eufórico—. El día del sepelio, vamos a dejarle un recado debajo de su puerta: “Mi más sentidas condolencias. Lamentamos el error, pero pa’ la próxima no fallamos.

—A chupar a chupar que el mundo se va acabar —tercia el caña—. Todo delito de sangre se lava y se olvida, con cerveza y sexo.

Al otro día desperté sano, pero con una reseca perrísima y una voz finita taladrándome la cabeza: “Sí lo has matado”. Años más tarde confirmé que fui un rematador como todo sicario juvenil. Los maestros del crimen hacen eso adrede pa’ que los chibolos alivianen la culpa y no piensen en el finado. Hasta que actúan guiados por la demencia que por la razón. Pero eso no quiere decir que nos olvidamos de los paquetitos, a lo lejos vuelven a través de pesadillas ¿Qué si no me afectan los sueños? Claro. Unos minutos al levantarme, luego trato de pensar en otra cosa. Además, los cadáveres están en las tumbas y uno en la realidad. Imagínate si me pusiera triste por los malos sueños, no viviría y nunca sería feliz.

Cada que me friqueaba, los integrantes de la banda me juraban: “Los que has matado son cucarachas, se merecían morir. Han sido malos. Han matado también. Y muchas veces a gente inocente e indefensa”. Eso me hacía sentir menos hijo de puta, con mis cortos trece abriles, era fácil de manipular. Aunque sus palabras están preñadas de verdad. Pué, ahí te va dos pinturitas realistas de la cruenta guerra por la cobranza de cupos: dos chibolos locos de quince años lanzaron una bomba molotov a un coche que iba con cuatro personas en su interior: el chófer, su esposa, su hija y su nieta de dos; no satisfechos con el atentado, se acercan con sus armas rastrilladas, apuntan a la familia y los obligan a no salir del auto, mientras le rocían bencina al Station Wagon “¡No por favor! ¡Auxilio!”, claman horrorizados. La niña asustada por el alboroto. Les llegó al pincho el dolor, lanzaron un fósforo y el fuego hizo su trabajo. Otro cuadro, tres chibolos van a un mercado, ven a la amante del jefe de la banda con otro y disparan sin dirección alguna. El saldo del impulso son tres muertos: una señorita de diecisiete, dos vendedores y supuestamente la culpable sin un rasguño. Te soy sincero, yo los hubiera liquidado por puro placer a esas ratas, por atorrantes. Los que se meten con niños no merecen vivir.

Al estar más acoplado y en sintonía con el mundo de las calaveras. El maestro lanza su última As: “Si te capturan no puedes ir al penal por ser menor de edad. Como mucho te enviaran a un centro de rehabilitación y la máxima condena es de seis años, pero si haces un pacto con el silencio, no tendrás problemas con la justicia”. Estaba listo pa’ ser un soldado del diablo. Me toca debutar solo, la encomienda era matar a un colega de profesión. El piloto de la moto pasa por mí al José Olaya, en la tarde, con un pantalón bluyín, un polo, una sudadera con capucha, tenis altas, una gorra pa’ cambiarme en cualquier parque. Me da el revólver 38 con cacha empavonada, lo encaleto debajo de la trusa y encima del polo. Durante diez minutos serpenteamos por las calles de La Esperanza por donde caminar solo es retar a la muerte. “Esa es la bodega del payaso”, señala el conductor. Él ya había chequeado la zona antes, conocía a detalles las salidas de los pasajes y avenidas para fugarse por si las cosas se pongan calientes. Bajo de la moto, camino firme y elegante, toco la ventana, el man sale bostezando. “¿Qué te despacho?”, dice. Saco la mamacita, un tiro en el pecho y pa’l piso, continúo disparando, aunque ya no era necesario, está bien muertito, pero toca coserlo a plomazos pa’ que la policía informe: “Ajuste de cuentas”. La familia grita y corren a la puerta. Subo a la lineal y nos arrancamos. Una vez cumplido el mandado, me pongo el uniforme escolar y vuelvo hacer el joven sano.

El segundo paquete fue una centrada y su hora final sería a las diez de la noche. Mentí en casa, dije que iba a la casa de Cabezón a repasar pa’ al examen. Llegó la lineal y una chica de pasajera, me friqueé feazo, pensé que le iba destapar el cráneo a la flaca. Yo seré asesino, desalmado y todos los insultos existentes y los que se van a inventar, pero jamás quebraría a una mujer, me falta güevos.

—Cambia de cara hombre —dice el de la nave y me da dos golpes de cariño en el rostro—. Parece que has visto al diablo en persona.

—Yo no voy a matar a una mujer —susurro, jalándolo del brazo a un costado—. Y puedes decirme que se me arruga la verruga.

—Sereno moreno. Ella es la lombriz en el anzuelo para que pique el pez y una vez que lo tengas a punto de tiro, le das: ¡Ratatatatataata!

Subimos en la nave y nos estacionamos en el Parque Industrial, un lugar alejado, poco transitado y con un grumo de luz pública. “Está tomando el Zurdo, en unos minutos le marco y hago el show”, detalla la chica, vestida con cualquier trapo que se pegue al cuerpo. Según ellas, eso es vestir a la moda. Yo sigo friqueado, temía que sea una emboscada y nos cojan con los pantalones caídos. “La flaca está que se acuesta con uno de los nuestros, juega pa’ el equipo”, dice el chófer. Era una zorra y traicionera. “Zurdo, amor, me han asaltado por el Parque, me han golpeado y me han metido mano. Ven a verme. Te necesito”, suplica. Ahí comprendí que las mujeres son capaces de ir al cielo y convencerle a Dios pa’ que el diablo vuelva al paraíso, y un hombre perrazo por una flaca deja los causas de copas y se avienta sin mirar al precipicio. Zurdo llegó en una mototaxi y se encontró con un regalo de balas. Estoy seguro que quiso reclamarle e insultarle a la puta de su jerma, pero no tuvo tiempo, disparé rápido, mientras más veloz mejor, un colega de oficio se merece morir dignamente, sin sufrir. Un detalle, la traicionera se desapareció por un tiempo. La Jauría que no perdona una traición no cesó en la búsqueda, removieron hasta las piedras y cuando lo encontraron lo reventaron a balazos.

A otro paquete lo quemé por asaltar a los pasajeros, robarse el carro con el chofer adentro, incendiarlo en su nariz y amenazarlo con quemar el resto de carros si no les pagaba a ellos. A la empresa lo chalequeábamos nosotros, eran buenos pagadores, puntuales. Un tío se hizo pasar por el dueño, le dijo al vago que le iba a pagar cupos, pero lo citó a en una cevichería en San Isidro pa’ poner las reglas del negocio. La rata se sintió seguro en un lugar lleno de gente y casi céntrico, a diez minutos en taxi de Trujillo. Pero el lugar público nos llegó al chopiras, éramos capaces de hacer la cagada en las puertas de la comisaría o fiscalía, no creíamos en nadie. Él se cagó en los pantalones de miedo al verme. Sintió la muerte arrullándolo en sus brazos. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. La cucaracha se desbarrancó de su silla. “Perdón por ensuciar el local, pero se tiene que desinfectar a la ciudad del brote de las cucarachas”, le dije al mozo. La amenaza fue contundente: si vas de soplón con la policía, te pasa lo mismo.

Una banda retorcida de poder. “¡Quemen vehículos. O roben autos a la misma empresa que chalequeamos, pedimos rescate, nosotros mismos lo entregamos y le echamos barro a otra banda. O lancen detonaciones de explosivos a las casas. O rata blanca. O petardos! Hay que infundir el terror solo así los empresarios nos llamaran pa’ cuidarlos —Exalta Paco a su gente, a inicios del dos mil nueve—. A los rivales hay que hacerles saber que con nosotros nadie se juega. A la mínima provocación lo manda con San Pedro sin previa cita.

A moverse al ritmo de samba. Me hago pasar por un pasajero y al llegar al paradero de la empresa de Transporte Girasoles Express, dejo un fólder manila con un papel escrito: mira Marroquín la plata de La Esperanza lo vamos a cobrar nosotros, esto es solo una advertencia. Este es nuestro monte y nosotros roncamos. Te aconsejo que no se lo des a nadie nuestro topo que nos toca de lo contrario a la próxima hago un atentado de rompe y raja. El hombre nos vio con la cara de tontos, se hizo el sordo, el desatendido. O dicho de otro modo: se pasó de lanza. Y eso es una falta grave que se debe castigar urgente; sino entre ellos se pasan la bocina: yo no pago cupos y no pasa nada. Nos falta el respeto, nos ven como forajidos del montón y débiles. Entonces, toca hacerlo aterrizar sin pista de aterrizaje. Vamos en la moto, muy juntos, uno enfrente del otro. Saco el fierro y jalo dos veces, caen en la llanta delantera. El cobrador grita. El chófer frena de golpe. El olor a llanta quemada se apodera del ambiente. Sin vergüenza reproduzco el audio en su oído: Yo no soy Zurdo, por si acaso. No estoy para juegos ¿Ok? Este mes me envías mi plata completa; si no quieres que haga la cagada como el anterior. Si deseas terminar como él por mí normal. Yo te tengo entre ceja y ceja. Hay muchas cosas que has estado haciendo a nuestras espaldas, pero para tu mala suerte ya me enteré. Ojo: no estoy jugando pa’ la próxima le mando un regalito a tu familia. Llama a este número y arregla. No quiero broncas”.

Ajustando pernos. Otra empresa de transporte pagaba puntual, sus dos soles por cada carro. Un mes se atrasó, pero nos avisó por fono. “Hemos tenido un gasto imprevisto por enfermedad. Pasado le hacemos llegar su propina”. Le hicimos saber que comprendemos la situación y no hay ningún problema. Se llegó la otra letra, nos citó en su casa al mediodía, al tocar el timbre nadie abrió la puerta. El celular apagado. Pasado dos horas nos lanza el floro que nos ha marcado al cel para avisarnos que salió, pero la contestadora le respondía de inmediato. Se le pasó por alto porque la línea de Movistar era pésima. El tercer intento, la tía hizo ir a su casa a una flaca por las puras, le dijo, “no recolecto el cupo de todos”. Le agarró gusto a pasearnos con las fechas y horas. Un causa y yo despellejamos a un perro y un gato, y lo colgamos de la ventana de la vivienda. Para meter más terror, cargamos los juguetes de municiones y reventamos tiros al aire como cuetes en año nuevo; vociferamos: “Esto te pasa porque no pagas puntual”.

Actuando recios, fuimos vistiendo de calcomanías de dibujos animados a las ventanas de las empresas de público, empresas privadas y negocios pequeños —Paco mandó poner un explosivo en la tienda pequeña de su hermana. Eso habla mucho del corazón despiadado del hombre—, la lista era de doscientos empresarios bajo el filo del machete. El fuerte ruido de la violencia llevó a la policía a investigar a Los Malditos del Triunfo. Un año les tomó urdir las conexiones, jerarquías y la básica de los integrantes. De pronto atraparon a Paco en Chepén, sin polo, descalzo y con un short. Con muchos kilos demás por olvidarse de los ejercicios, su cuerpo era el anti-Cristiano Ronaldo. “No tenía temor de enfrentarse a nadie”, recordó el General César Gentille Vargas. “Paco era uno de los criminales más avezados de La Libertad. Era un tipo sanguinario, de mando vertical”, aseguró el Fiscal Rabanal. En un juicio Paco dejó en claro que no ha perdido su ferocidad. “Te voy a matar por meterte con mi familia”, advirtió al fiscal.

Las rejas no fue un impedimento para el líder, muy por el contrario, ganó contactos, consiguió números de nuevos clientes, se alió con líderes peligrosos y aprendió de los caneros más viejos. Una banda nunca es desarticulada porque es una empresa ilegal, pero una compañía al fin y al cabo. Cuando cae preso el cabeza, el segundo en mando, un hombre de confianza designado o un familiar toman el timón del carrusel del mal. La policía captura. Otro sube. Es una lucha de nunca acabar como los humanos con las cucarachas, los fumigan, desaparecen por un tiempo, pero vuelven a montones. Más se demoran los agentes en armar un operativo que otro en subir al trono. O sea, la música nunca debe pararse, los subalternos deben seguir tocando al ritmo de la nota impuesta por el nuevo director de orquesta. Eso sí, siempre reportándose con el jefe principal. Él tiene el poder de un ser omnipresente de señalar con el dedo quien vive y quién no. A un cabecilla le conviene inflar su ego de asesinos en la cárcel. Así gana respecto. Se obsesiona con la muerte. Se jactan de matar por celular –el sicario antes que dispare, llama al jefe preso, éste da la orden de presionar el gatillo y corta al escuchar el disparo–, y si no hay novedades de la banda es porque están enfriándose y jalando chibolos más desalmados para recrudecer la guerra por cupos y tráfico de terrenos.

Jefe estrenándose, toma el fono y lanza su discurso: es cierto que se han perdido y han asaltado a los carros. Eso ocurrió porque los que han estado a cargo de la empresa han tenido roches con otros vagos. Estos chocaron en venganza. Pero ese no es mi caso, yo estoy limpio, no tengo arrugas pendientes con ningún bandido. Recién voy a tomar la batuta de las empresas del Gordo, del que está Arriba. El gerente que desea la máxima protección, no se convence del todo, y dice, cada vez que se pierda un carro o hay problemas de una perdida se va a descontar ¿No? Para dejarlo claro. Jefe con una serenidad explica que si hay un desperfecto, él se encarga de mover los contactos oscuros y recuperar las cosas ¿Qué dices? ¿Arrancamos de cero? La víctima para asegurar su cabeza acepta y pide que todo lo que puede ser comprometedor lo vamos hablar personalmente o por otro medio. Todo negocio es una lucha para ver quien puede llevar más agua a su molina:

—No vas a mandar nada pa’l de Arriba. Él ha enviado las indicaciones.

—Yo estoy hablando con el dueño de la empresa. Tú conversa con él de Arriba, cuanto cree que me puede descontar, teniendo en cuenta los últimos robos.

—Yo voy hablar con él.

Recuperar las cosas robadas y devolverle a la empresa es un detallazo. Es una oportunidad de oro impasable, con eso se guardan en el bolsillo a los dueños. Plan rescate. Uno. Dos. Tres. “Pásame el fono de la prima. Ella conoce a la patita que se jaló las computadoras de las combis la otra vez y quiero sacarle la cabeza en one. Sacar el número de un ciudadano es fácil, se llama al infiltrado en las empresas telefónicas y todo resuelto. Pero conseguir el fono de un tipo torcido es más difícil porque el chip es de otra persona. “Pregúntale al de Arriba, a cuanto llega la guita de este mes. Teniendo en cuenta los descuentos por el robo del vehículo —dice el segundo en mando al jefe—. El tío va a seguir pagando, pero no sé si va a seguir cancelando las dos o tres lucas.

Un verano del dos mil trece, el sol no iluminaba; sino ardía. Era un lindo panorama para expandir el poder y ganar nuevos territorios. “Los Ícaro están libres, chambeen ahí”, dijo el jefe. Arranca el cortejo de un noviazgo. Las cartas llegaron a la empresa como a una novia. La misma que ignoraba y rompía todo papel. Los extorsionadores actuaron bajo el lema: en el amor y la guerra todo se vale. Robaron el carro del gerente. Él un hombre recto y respetuoso de la ley denunció el extravío de su unidad. Los días pasaron y los esfuerzos de la policía fueron inútiles. “Vamos a negociar con esas ratas”, dijo un socio. Se reunieron e hicieron la chanchita para pagar el rescate del auto. Hecho el depósito. Apareció el vehículo por Buenos Aires, un distrito levantado a diez pasos de la playa. “Somos de Los Malditos del Triunfo. Pa’ que se eviten estos sustos, van a pagar mil cuatrocientos soles cada treinta del mes”. El celular de la secretaria servía como nexo para coordinar la hora de entrega del monto establecido.

En ese mismo año, la empresa de Los Girasoles Modernos plantó una pelea férrea, se negó a colaborar con el crimen. Quizá pagaba cupos a otros. O trabajaba con la policía. En estas guerras prolongadas se ve el carácter del lugarteniente, la capacidad de resistir en el enfrentamiento, el don de la paciencia, la inteligencia para ganar la batalla y sortear las trampas; no todo es asesinatos. Al no torcer el brazo el gerente. El jefe ordenó desesperarlo: robarle los carros y asaltarlos a los pasajeros para que tengan miedo y ya no suban a la línea de combis. Solo así se verá afectado el bolsillo de los dueños, ante las pérdidas económicas, van a presionar al directorio para sentarse a negociar con los malos ¿Por qué no lo matamos? Pué, porque no hay crímenes por extorción. Matar al dueño es acabar con la gallinita de los güevos de oro. Nos importa el dinero. Pasaron dos años y cero resultados. Cambio de planes. Cartas llenas de balas. De pronto, aceptan pagar por chalequeo. La prontitud no le gustó para nada al líder. “Puede ser una trampa por eso hay que decirles que recolecten el dinero y fin de mes le den a los controladores de la empresa. Luego mandamos a un desconocido por recoger el maíz”. Un vecino se ganó cien lucas por la vueltita.

Cuando el topo está limpio, sin peligro de trampa, va La Flaca, ella se encarga de recoger el maíz. Es una mujer con una personalidad rara. Habla poco. Es muy miedosa. Siente que le pisan los tacones, que le toman fotos o lo graban. Ve fantasmas en los transeúntes. No anda sola, siempre sale acompañada. Va a lugares con poco tráfico pa’ evitar la mirada de los chismosos. Pero cuando lo acorralan, lo presionan, o un cliente no llega a la hora pactada y le falla; se cabrea y actúa con la sangre caliente. Es capaz de irse con la cara descubierta a las oficinas de los empresarios o a las casas. En varias ocasiones la amiga que le hacía la coya, le quedaba mal a último minuto, con la hora encima no esperaba al taxista que se prestaba pa’ la movida. Ponía su cartera entre el brazo y detallaba con que ropa iba vestida, antes de tomar el bus. “El que te va a dar el dinero es un gordo está en un tico americano a la altura de La Leña”, dice el segundo en mando. La flaca con las pulsaciones a mil, responde:

—Ya estoy acá al costado de un tico ¿El chófer es un negro feo y gordo?

—¿Gordo?

—Ajá, un negro. Llámalo y dile que estoy con una blusa verde.

—No tengo su número, pe. Acércate nomás.

—¿Qué le digo?

—Dile: te quieren hablar y me pasas.

Con esa señal el hombre grueso saca un sobre de carta de la guantera. “Ahí están los ocho cheques”, dice. Ni bien rozan las manos, pisa el acelerador, las llantas crujen como si estuvieran reventando botellas, no respeta la señalización de tránsito, se alucina ser un personaje de las películas de acción. El papel protagónico de La Flaca aún sigue. Con las revoluciones bajas, echa cabeza a sus actos y va atenta a la jugada. Sus ojos bailan de un lado a otro, pa’ arriba y pa’ bajo, llega a la vivienda de La Cajera.

—Un hombre me ha venido siguiendo, mana

—Que raro. Yo te he estado chequeando del techo y no he visto a nadie.

—Es mi imaginación, entonces. No me hagas caso debe ser por los nervios y el susto

—¿Y eso? No me digas que la vuelta se ha torcido

—El dinero está en mi bolsillo. El chofer ha visto mi caratula, pe.

—¡Ahhh! es eso —dice La Cajera. Alza un billete a la altura de su frente, lo mueve, lo jala, lo hace sonar para ver si es verdadero—. Tu pago es ciento ochenta. Pa’ la próxima es menos. Antes que cuelgues la jeta, te adelanto que el descuento es pa’ todos.

Hay un corto circuito en la cabeza de La Flaca. De pronto se proyecta cosas horribles: una patrulla, diez policías con armas cortas y largas rodeando su casa, si se le puede dar esa categoría al cuchitril. Abren a puntapiés la casa y le dicen: está detenida por recibir dinero sucio. Mirando a la pared. Ponga sus manos a la nuca, donde lo pueda ver. Un hombre negro lo acusa. Es… sí, el mismo sujeto que le entregó el dinero. “¿Estás de acuerdo?”, inquiere La Cajera. La Flaca dice, sí. Sin saber de qué se trata, en todo momento del diálogo estuvo ausente.

“Despunta personal. Hay muchos y se estorban. Baja los sueldos. Voy ahorrar plata pa´ bajar de Challapalca”, comunicó Paco al segundo en mando. Los de más jerarquía pusieron cara de puñete al enterarse del recorte. El pago de los muchachos era de dos mil soles, ganaban más que un profesor contratado de universidad. Hoy se va a destinar mil soles para la gente, igual a unos trecientos veinte dólares. El lugarteniente tiene que hacer malabares, cogerse quinientos y la otra mitad dividirlo entre sus cuatro cachacos, ciento veinticinco soles para cada uno, el nuevo monto no llega ni a la tercera parte del sueldo mínimo, le faltaría ciento setenta y cinco. Alteradísimo, dijo:

—No conviene. O sea, de los mil soles tengo que pagarles a mis muchachos… yo con qué me quedo… no corre.

—Yo entiendo…, pero el Hombre ha dado la orden. Yo le mando decir al Hombre que no te conviene

—Sí… no corre. Mis chibolos se juegan su libertad en la calle… piensa en eso.

El segundo en mando sabe que si uno de sus alfileres se marcha, los chibolos van tras él como leones hambrientos detrás de la madre.

—Oe, de los cuatro punteros que tienes bajo tu mando, despide a tres, pe… quédate con el más bravo y armas la cagada.

—No pasa nada. Yo tengo dos perros de presa ahí, no quiero despedirlos. Se van con otra banda… aunque tratándose del Gordo, voy a quedarme con dos. Dame dos mil soles. Yo los cuarteo mil y les doy quina a cada uno ¿Cerrado?

—Ya…, pero si hay descuentos de las empresas, le mochamos a los chibolos.

—Esa advertencia está de más, ellos ya saben cómo es la movida… entonces, sigo cobrando el topo a la mismas empresas.

—Cincuenta.

Intentaron ser invisibles, moverse en el total anonimato, no dar ni una pista de la madriguera. Crearon cuentas de Facebook con datos personales falsos, usaron el supuesto secreto del espacio cibernético, enviaban mensajes y los borraban. Hicieron esfuerzos inútiles por imitar al KGB, FBI, Mosad y la CIA, para que la policía no pinche los teléfonos y escuche los planes torcidos. Al no contar con los ingenieros expertos en comunicaciones encriptados, ellos echaron a volar su imaginación: buscan a vecinos y amigos, y con engaños los llevan a la telefónica a comprar celulares a nombre de ellos. Así la policía no los puede ubicar fácil.

—Manita, necesito un favor urgente —dice una chica de los malos.

—¿Qué será, mana? —Pregunta una Señora—. Si está a mi alcance, yo lo hago.

—Quiero que vayamos a la telefónica pa’ sacar un fono pospago a tu nombre… yo no puedo porque he perdido mis papeles de identidad.

—Upssss… lo siento, mana. No puedo… es que

—No es la respuesta que esperaba. Es que… nada, mana. Yo contaba contigo. Yo siempre te he apoyado.

—Varios vecinos me han dicho: ‘Hemos sacado celulares a créditos para un conocido, pero al llegarse el pago del primer mes no cumplían y la telefónica nos llamaba cobrándonos porque el equipo está a nuestros nombres. Nos tocó cancelar de nuestro bolsillo y aún seguimos pagando porque no se cumple el año de contrato”. Y tú sabes muy bien que ando misia y tengo una hija que mantener, ya que el desgraciado de su padre no se acuerda de ella.

—Yo no te voy a fallar, te doy mi palabra. Sabes donde vivo. Hazme esa gauchada, mana ¿O no confías en mí?

—Ya, manita. Vamos por el celular.

Con esos celulares los lugartenientes seguían la ruta del dinero negro, daban la orden a los muchachos, para que pasen por el cariño de los empresarios, timbraban a los directivos para ponerse al tanto de algún robo, un descuento. O el último recurso hablar con El Ñato para consultar por una clave secreta entre el empresario y el líder.

—El tío de Primavera desconfía que nosotros manejamos los negocios del Ñato —dice un Alfiler—. El tío dijo que preguntes por algo que le iba a dar y es una cosa que sabían ellos dos… es una contraseña… llama al Ñato y consulta por el encargo del viejo.

—La clave es: el día de su matrimonio le regalo un celular pa’ su jerma —confiesa el segundo en mando.

—Bomba, paisano.

Primavera colabora sin ningún tipo de amenazas. El diálogo ya no es de víctima y victimario. Parecen dos hermanos apoyándose en el momento de la tormenta. Los dos juntos. Uno al costado del otro, jalando los remos para mantener a flote el bote.

—Para evitar roches, vamos a quedar en mil soles ¿Te parece? —Dice Primavera—. Habla con el Hombre, no le voy a descontar este mes; sino el otro… yo sé que ustedes están en un montón de problemas.

—Yo voy conversar con el técnico de allá –es un celador del penal. Es el intermediario entre Paco y sus súbditos–, y le hago saber su recado.

—Sé que se están reorganizando y toda la figura que me puedas contar… están cambiando muchas cosas y lo sabes…, pero, porque él es legal y me conoce, descuento esa cantidad. Un carro no le va a costar mil, pe.

–Queda, viejo.

Para conseguir un mandato tan largo e implacable se requiere un montón de inteligencia y diez dosis más de demencia. Está era una banda tan retorcida que no dudó en extorsionar a su abogado, el hombre que tenía la libertad en sus manos, él que empuñó el fierro caliente de la defensa. Eso sí por una buena suma de dinero.

—Yo ya pagué la mitad de la reparación civil, la otra tajada le tocaba a un batería… puta el abogado hoy me salió con la pendejada. ‘Tienes que pagar todo completo’… a la firme ya me llegó al pincho —dice el Alfiler al segundo en mando—. Métele labia, chambéalo, pe.

—Yo lo trabajo de sicario

—Tú dile: mira, doc. A la firme nos están pagando pa’ matarte. La vuelta ya está cuadrada. Sabemos tus movimientos… necesitamos un billete; sino te vas a morir… así lo loqueas, causa… me va a llamar a mí y ahí lo chambeo con mis papeles pa´ irme a la calle, ando aburrido acá.

—Cuenta con eso, batería.

 

 

Milver Elener Avalos Miranda. Periodista freelancer peruano. Vive en Trujillo, al Norte de la capital peruana, Lima. Estudió en la Universidad Nacional de Trujillo (UNT), la inmensa casa de estudio de los pobres y en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Le encanta escribir crónicas de contaminación ambiental, asesinatos, femincidios y sicariato. Vive en una ciudad golpeado y fracturada por el crimen. Ha escrito un libro de crónicas y perfiles, titulado: El diablo es peruano.

Revista Desocupado