Crónica

 

La Leyenda del poema Demiurgo, dedicado al escritor mexicano Juan García Ponce

2020-01-12 15:22:59

En esta crónica, Pablo García Mejía nos narra cómo fue que Huberto Batis le publicó un poema sobre Juan García Ponce en el mítico suplemento "Sábado"

 

 

 

 

Por Pablo García Mejía*

 

Alguien ha dicho que en México jamás se conoce suficientemente a sus mejores personajes. Si lográsemos saberlo tendríamos, seguramente: un mejor país. Porque, en el caso de los escritores y los poetas, generalmente, su motivación, su impulso, es restaurar el esplendor y la fastuosidad del pasado como nación. Todo lo anterior es una manera de decir que no se ha reconocido, más bien, que apenas si se conoce a personas cuya humanidad y conocimiento han dado a México un lugar en el concierto de las letras y que abonan a la magia del espíritu universal una luz única. En esta ocasión, narraré cómo y de qué manera rechazó mi poema, en una primera instancia, el gran periodista e impulsor de la literatura como lo fue Huberto Batis, quien ayudó a crear, junto con Fernando Benitez, el más grande y maravilloso suplemento cultural que haya existido en Hispanoamérica, según mi punto de vista, y del que fue su director por mucho tiempo, el suplemento cultural Sábado, del fenecido diario Uno más Uno.

 

Ocurrió así:

 

Como todas las tardes cuando tenía que dejar una colaboración al periódico, acudía a la cerrada de Holbein, en la Ciudad de México, cerca del Parque Hundido. He de confesar que me imponía mucho la presencia de Huberto. Un hombre un poco bajo pero corpulento, a mí se me figuraba un minotauro en su laberinto de papel, porque siempre tenía pilas de periódicos y revistas encima de su escritorio, apenas se le veía su rostro de Hefesto con su barba hirsuta, siempre y cuando se asomara del lado entre los montones de pliegos para emitir con voz cavernosa algo que no le parecía, y le gritara al poeta Federico Patán su segundo de abordo, que le aclarara algo o que se le había pasado alguna falta en la elaboración del suplemento. Yo le tenía no tan sólo respeto, si no también cierto temor, porque había visto cómo le había roto en su propia cara un manuscrito que le iba publicar a cierto escritor de renombre (que por cierto yo admiraba fervientemente). ¡Dios mío! Qué me esperaba a mi pobre mortal, si tuviera alguna falla algunos de mis escritos. A veces me publicaba reseñas de libros, de cine, alguna pequeña narración, y poemas (que por cierto me los pagaba más caros, a trescientos pesos, lo demás a cien pesos); pero yo sabía que era inflexible, si algo le desagradaba. Esa vez, como lo había hecho en otras ocasiones, le dejé mi escrito (un poema) a su secretaria: una mujer madura y valiente, de aspecto agradable y siempre sonriente, era el único ser en el mundo que no le temía al minotauro ni a sus cuernos enormes ni al humo que le salía por la nariz cuando estaba furioso. Llegué como siempre, la saludé y le entregué mi poema titulado: Demiurgo, cuya dedicatoria iba dirigida al escritor admirado por mí: Juan García Ponce. A este magnífico escritor yo lo conocía, no nada más por sus cuentos y novelas, si no porque de adolescente, cuando ya lo había leído: lo vi llegar en su auto Mustang de color blanco, auto deportivo impresionante, hermoso como el nombre de caballo salvaje que portaba. En esa ocasión iba acompañado de su hermano Fernando, otro artista consumado, pero en el campo de la pintura. Arribaban a la calle de Trípoli en la colonia Portales de la Ciudad de México. Yo, a mis trece años, jugaba el futbol callejero acompañado por otros crápulas; pero al verlos los reconocí de inmediato (recientemente había visto una foto de ellos en alguna revista). Cuando bajaron del auto, yo cogí la pequeña pelota y detuve el partido. Era como ver a dos dioses bajar del Olimpo. Me acerqué a ellos y les dije que si me firmaban la pelota ante la rechifla de mis compinches. Les dije: “Discúlpenme, ustedes, pero no tengo ningún libro o pintura a la mano, me la podrían firmar como recuerdo”. Ambos, asombrados por mi audacia, se rieron y cuando iban a preguntar cómo es que sabía quiénes eran ellos, salió su padre del portón de la fábrica de filtros para motores de tren: Filamex, y con los brazos abiertos los recibió a cada uno de ellos, dando como resultado que no me hicieran ninguna pregunta, sólo firmaron mi balón alegremente y se metieron a la factoría, sin volver el rostro... Pero volviendo a la historia: la secretaria de Batis bajó las escaleras rápidamente y me detuvo con un pequeño gritito y me dijo que el maestro quería hablar conmigo. Regresé con el corazón sonándome en los oídos y me detuve en el quicio de la puerta (ella ante mi cara de espanto me guiñó el ojo para darme confianza):

 

Huberto: Pásale Pablo. (Mirando el poema con el rostro lleno de expresión y desaliento).

Pablo: (parado frente a él)… ¿Me hablaba, maestro?...

Huberto: Háblame de “Tú”, por favor… Mira Pablo, te llamé para decirte que no te puedo publicar este poema.

Pablo: (con los ojos entrecerrados). Sí, maestro, digo, sí Huberto, como tú digas.

Huberto: No, no, no es que no quiera publicarlo: el poema es muy bueno, pero si lo público, le voy a partir la m… a mi amigo. Si lee este poema se va a derrumbar. Mira Pablo, te voy a explicar: yo como, o más bien, meriendo todos los jueves por la tarde en su casa de Juan, allá en la colonia Condesa y nos la pasamos muy bien; pero te platico que él lee todos los sábados religiosamente el suplemento, porque siempre lo comentamos y a él le gusta mucho. Además, como tú sabes, él también publica en este espacio. Así que, estoy seguro que lo va a leer… y aquí lo estás destrozando, Pablo.

Pablo: (apenado) jamás fue esa mi intención, Huberto, si no exactamente lo contrario, o sea rendirle un homenaje al escritor.

Huberto: (con tristeza): Lo sé Pablo, lo sé; pero Juan ya ni siquiera puede hablar, ni escribir, se encuentra muy enfermo. Bueno, todo lo hace a través de su secretaria que es la única que le entiende; tú sabes bien que tiene arteroesclerosis múltiple. Yo lo veo muy mal y este poema lo va a desarmar por completo, no, Pablo, no le voy hacer esto a mi amigo de toda la vida… Aquí lo retratas hasta en su silla de ruedas, no, perdóname pero no será posible, no en mi suplemento. Ya ves que yo te he publicado absolutamente todo lo que me has traído, porque me gusta cómo escribes, pero esta vez es por esta razón, y no lo voy hacer esto a mi amigo de toda la vida.

 

Pasado un mes lo vi publicado en el suplemento y esta vez fui yo quien acudí al laberinto de papel ante el minotauro.

 

Pablo: Sólo por curiosidad, ¿por qué fue publicado el poema?...

Huberto: Porque no pude resistirme y le dije a Juan que le habías dedicado un poema y que yo no lo quise publicar porque lo iba a dañar. Te aclaro que Juan te lee en el suplemento siempre que sale algo tuyo y, además, le encantó el poema que le escribiste a Octavio Paz. Así que me dijo: “Enséñamelo y yo te diré si lo publicas o no”. Y fue afirmativo, así que lo publiqué: no sin antes mirar cómo le rodaban las lágrimas por sus ojos sentado como estaba en su silla de ruedas. Yo le comente: "Te dije que este poema te iba a romper la m…", y mi amigo del alma, de mi juventud, de toda la vida… sólo sonrió, como pudo.

 

He aquí el poema:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DEMIURGO

 

 

 

A Juan García Ponce

 

 

Después de vagas lunas

con el pecho lleno de pájaros

me atrevo a vivir infinitamente:

puedo atravesar muros y montículos

soñar con nuevas y resistentes alas

y obtener la esencia de la noche

que me trae olor de axilas femeninas.

 

Soy el caballero armado de esperanza

con huesos retorcidos de deseos

poseo un montón de abandonadas compañías

que acaricio sin lágrimas por las noches.

 

Aunque mi fuerza es triste

y conservo el otoño en mis ojos

¡No soy un buque muerto!

Pues sé cuánto valen mis sueños.

 

Si bien, a veces soy funesto…

tengo suficiente vocación de ejército de hormigas:

para dar un beso.

 

En mis pupilas aún habita el halcón de agua

que puede con sus alas ahuyentar el luto,

y en mi tórax:

la atmósfera de un Demiurgo averiado.

 

Ahora, mi simetría es roja

pegada al armatoste que me utiliza.

 

Sin embargo, puedo paladear las gotas de la tarde

que resbalan por las costuras de mi Torre.

 

Vivo de prestado:

necesito la boca y las manos de otros

para alimentar la nutria desolada

que habita en mis entrañas.

 

A veces mis piezas corroídas se quiebran

bajo el muérdago que envuelve mis brazos

cuando veo en el recuerdo:

 

Tus formas de guerrera

tus labios de madera descarapelada

tus pezones rosas como gotas de rocío

y tus orgasmos azules que amo tanto.

 

Nada es nuevo en mí,

nada es extraño en mí…

ni siquiera la tarde triste.

 

 


*Pablo García Mejía es narrador, su última novera es El Vendedor de Ataúdes, sobre el asesinato de John Lennon.

 

Revista Desocupado