Crítica

 

TAN OSCURA DE AGUSTÍN CADENA

2019-12-16 18:51:32

Se cumplen 20 años desde la primera edición de esta novela que deambula entre el impulso y la continuidad posible

 

 

 

Por Daniel Téllez*

 

La cultura tiene algo de un secreto erotismo perpetuo, intangible de algún modo, que las civilizaciones buscan romper con un himeneo que involucra al refinamiento y la barbarie, al mismo tiempo. En el mismo lecho persisten forma y objeto, deseo y realidad, amores y desvaríos. Como quiera que se entienda, todo se articula en torno de la experiencia sexual. Ese es el espacio del quehacer erótico y del futuro de la civilización reciente. Existe, esencialmente, un punto de lo discontinuo a lo continuo o de lo continuo a lo discontinuo. Somos seres discontinuos -en el sentido que confiere Georges Bataille, en su tratado sobre el erotismo- aislados en una aventura ininteligible. Mas nos queda la nostalgia de la continuidad perdida. En esa dimensión, nos confiere gracia individual el deseo que nos obsesiona desde la continuidad primera que, esperamos, dure para siempre, hasta el límite de la transgresión. Se participa, así, en el erotismo: una práctica barroca y excitante que está reservada a unos cuantos iniciados.

En esa dinámica de la compartición del erotismo al límite, cadena del retorno, diríase, del deseo como clamor violento y divertido, se sitúa la novela Tan oscura, de Agustín Cadena (Ixmiquilpan, Hidalgo, 1963), reeditada este año por Acá las Letras Ediciones, para conmemorar 20 años de su publicación original en la Serie del Volador del sello Joaquín Mortiz. Ahí, el desplazamiento, el cambio e incluso la renovación protagónica de Julia, deviene en deseo, en instante irrepetible. Lo perceptible en la vida de Gregorio Montero y Bodo (posible apócope de bodoque), que comparten un triángulo erótico -no equilátero- con Julia, es que también -como ella- se disuelven en un erotismo sagrado y confinado sólo a las mujeres. A fin de cuentas, el erotismo tiene rostro femenino y ellos no lo ignoran. El resultado en la novela es tal, que frente a la posible pugna en la conformación femenina del erotismo, termina por ceder inteligentemente el papel cambiante y rector a Julia, sin tomar posiciones o llenar los huecos dejados por el agotamiento masculino, por partida doble. Este es el espacio de lo inmediato en la novela de Cadena: tres seres sumergidos entre el impulso y la continuidad femenina posible, envolvente y sucesiva.

Si como afirman los teóricos de la masculinidad suave, la postración de los hombres ha traído la domesticación del amor y la desilusión de las mujeres, una parte importante de la escritura femenina -o esa fase superior de la misma, como la llama Robert Bly- tendría que asumir su nacimiento o desarrollo como una literatura posfeminista[1] -una vez logrado su cometido- o como una escritura de la nostalgia. Algo de ello está presente en Tan oscura. Parece que el germen de una cuestionada desilusión erótica en el personaje principal, Julia, que se transformará en búsqueda, puede leerse desde la anticipación nostálgica de aquello que no es, ni debe ser erotismo sagrado. Sin resistencia de por medio, ni barrera posible, el desorden animal establecido primero por Julia, y después asumido por Gregorio y Bodo, ese que vincula, según Bataille, la ruptura de la discontinuidad -y el deslizamiento subsiguiente hacia una continuidad posible- con la muerte, sumerge a los tres protagonistas en una violencia indefinida. La ruptura se consuma a lo largo de la historia; luego, la soledad del ser discontinuo vuelve a cerrarse.

En la primera acción notable, no sólo como punta de un futuro que ya ha entrado en el presente de la historia, Gregorio y Bodo, en su primer encuentro, orientan el ejercicio de la pasión por caminos opuestos, pero solidarios: “Siguieron en silencio, mirándose a los ojos uno al otro, midiéndose, pero no en la actitud de dos rivales sino de una manera extrañamente solidaria. Así se habían relacionado desde el principio, desde que cada uno empezó a sentir la sombra del otro en la vida de Julia”. Bodo, siempre derrotado e indefenso, asume cierta pasión en estado de pureza, sólo accesible a quienes están dispuestos a vivirla hasta el desfallecimiento: “¿Eres su novio?, preguntó Gregorio, sabiendo que el utilizar esta palabra era ya una provocación. “Sí, -respondió Bodo con un orgullo triste-, soy su novio”. Ese es el inicio de una violencia erótica indefinida, admitida por el personaje. Violencia que se prolonga en su introducción a la pasión. Pero para quien está afectado por ella, la pasión puede tener un sentido más violento que el deseo de los cuerpos, anota Bataille. Así, la pasión de Bodo lleva consigo un desorden que emparenta su felicidad con el sufrimiento.

Desde el momento en que los tres personajes deciden vivir juntos, la única modificación de la discontinuidad individual es la muerte que cada uno asume. Julia, presa de una voluptuosidad irrefrenable, “era una mar honda y secreta y en su interior habitaban pulpos, medusas eléctricas, peces de muchos colores que respiraban un agua suave, proteica”. La protagonista es una mujer independiente y liberada. Parece desarrollarse en una soledad perfectamente llevadera. Es el centro seductor e ilimitado que acepta el erotismo duplicado, desdoblado más allá del límite -con Gregorio- y de la ternura -con Bodo-. La única modificación de la discontinuidad individual de la que es susceptible Julia -poseedora de dos amantes- es la violencia sexual, que abre heridas. Nunca esa herida cierra por sí misma, nunca frente a Bodo: “Los jadeos de Julia lo alcanzaban a través de la puerta cerrada, a través del cobertor con que se cubrió la cabeza para no seguir oyendo, a través de las tinieblas de esa noche en que ningún rayo de luz entraba por las ventanas”. Incluso en los actos de barbarie gozosa, como la violación tumultuaria de los albañiles o cualquier acto sexual encendido y afiebrado donde los dientes incisivos del amante -siempre Gregorio Montero- penetran lastimando los pezones de Julia; caso contrario con Bodo: “Julia acabó de quitarse la blusa y dejó que sus pechos colgaran hacia los labios de Bodo, sus pechos de miel quemada, tibios. Le gustó tenerlo así: pequeño, indefenso, mamando como un niño sus pezones morenos de hembra joven. Ya no estaba excitada, sólo sentía ternura”.

Con Gregorio, Julia siempre nace a la oscuridad después del orgasmo, de la explosión volcánica, “energía pura puesta en movimiento, ondas calóricas incontenibles, un arcoiris en espiral hecho de núcleos atómicos”. Nunca, esa herida se cierra, es preciso cerrarla. Para ello está la angustia, tensión permanente de ambos -Julia y Gregorio- que inmediatamente al reflujo del orgasmo son insalvables. “Al principio fue como una quemadura, fue la explosión de una bala dentro de la carne: un dolor fulgurante. Era a mediados de marzo. La primavera parecía haberse adelantado: amanecía temprano y el calor envolvía las casas durante todo el día. Pero luego, de pronto, regresó el frío y comenzó a llover y a soplar un viento umbroso y húmedo. Y la primavera se volvió un aborto, una última burla cruel del invierno que la había precedido...” Un día el ciclo de Julia traiciona sus hábitos y como la primavera, carente de certeza, se abre para “monopolizar el deseo”; disponer de dos hombres tocados también por el deseo. Con un claro paralelismo con la protagonista de la novela Las relaciones de incertidumbre de Anne Walter, asume que la primavera, aunque inhóspita, no deja de ser primavera. Así es el erotismo de Julia, marcado por esa contradicción.

En la novela de Walter, la protagonista conoce a un pintor, a quien parece destinada. Acepta posar para él, y bajo el influjo que la obra del pintor le produce, se rinde a la condición artística y demoniaca del deseo, representado en los cuadros. Y en un espasmo de la llama ardiente comienza a consumirse en el ritual del sacrificio propuesto por Volodia, el pintor. El juego del sacrificio donde han de arder otros deseos, la transforma. En el límite, ella se vuelve presa del artista; se convierte en su obra. Es la obra y así le pertenece, en la carne, el deseo, en la pintura y también en la angustia. Sin embargo, en Tan oscura, asistimos a una inversión de los papeles. Gregorio Montero, poseído de ira, desamparado, daba clases en la escuela de artes plásticas donde ella trabajaba como modelo: “Un día pedí una modelo para mi clase y apareciste tú. Algo se sacudía en el aire que me unía al mundo. Empecé a quererte de una manera misteriosa e invencible. Entendí que tú eras la mujer que había soñado, sólo que diez o quince años más joven. Entonces vamos a sufrir mucho, pensé con absoluta certeza”. La modelo se convierte en obra de sí misma y de Gregorio, para pertenecerle. La pertenencia desde el deseo, precaria frente a Bodo, impone a su cuerpo por encima de la pintura. El cuerpo de Julia es objeto de culto; el sacrificio propuesto es el permitirse todo desde el deseo. El centro rector es la transgresión que no sólo recupera el mito del genio inspirado o la fascinación de la personalidad individual o la violencia erótica; la suma de sensaciones que desbordan, tocan fondo, ligadas al éxtasis místico. En ese trastorno vertiginoso que introduce el conocimiento de la muerte, esa perturbación -vinculada según Bataille- a la plétora de la actividad sexual, implica una profunda flaqueza.

La angustia elemental vinculada a los dos óleos que justifican el antes y el después de la historia de Tan oscura, también está emparentada al desorden de la sexualidad de los tres, elemento significativo de la muerte última. La violencia de ese desorden, en los momentos iniciáticos, abre el límite del éxtasis buscado: la muerte revelada a cada uno: “Ella, Bodo, Gregorio mismo: los tres acababan como muertos después de cada encuentro. Morían de placer y de dolor, pero no por haber alcanzado algún extremo, sino precisamente por la sensación opuesta: en una especie de revelación, sentían que aquello tan intenso, tan bárbaro, era apenas un vislumbre de algo que debía existir más allá de todo, más allá de la carne y de la separación y del amor mismo: un amor más grande que el amor. Sólo uno de los tres podría alcanzarlo al final”. La incapacidad de Julia para salvar a Gregorio, la sensación de ella anterior siempre al encuentro en la carne, “cristalizada en una estática perfección donde no hay sitio para nada más”, era inferencia admitida desde su papel de modelo; el deseo y el lugar nunca ganado de Bodo, en esa casa de tres, y su partida, la liberación sexual ganada desde aquella violencia primera -la imagen de ella- cuando empezaron a andar juntos: era algo más grande que todo eso, algo que separaba a Julia de los seres humanos y la hermanaba con aquellas maravillas que él más admiraba. También, la violencia sexual contra Julia, sufrida y compartida por él, a manos de Gregorio, en aquel diálogo sobre lo que atrajo a ambos, de Julia: “-Sus ojos, yo creo. Su nariz -no pudo decirle la verdad. No pudo contestarle llanamente: Me encanta cómo coge. Él también había empezado a sentir esa exaltación de pensar en Julia, de traerla aquí con sólo nombrarla. Pero, ¿cómo decirle a ese muchacho que apenas si se había fijado en su nariz?”.

En su tratado sobre El erotismo, Lou Andreas-Salomé afirma que el papel del amante es sentirse pletórico y trasladado a otro mundo, en función de las posibilidades de belleza y de todas las extrañezas del mundo entero. En ello, la pasión amorosa de Julia mezcla y asume lo otro no para perderse sino para perpetuarse en los dos hombres. Su poder destructivo llega a agotarse pese a ese efecto de inacabamiento que ya había sugerido el poeta Samuel T. Coleridge a través de las conclusiones lacerantes y parciales en el poema “Kubla Khan”: “¡Ved sus ojos de llama y su cabello loco! / Tres círculos trazad en torno suyo / y los ojos cerrad con miedo sacro, / pues se nutrió con néctar de las flores / y la leche probó del Paraíso”. Cruel, el invierno pesa más por la usurpación de la primavera, el deseo, el erotismo y el misticismo. La brusquedad del invierno de Julia, en ambos contrastes -permítase así llamar la participación de los hombres- se ve favorecida -en Tan oscura- por la circunstancia especial de los tres personajes, en casa de Gregorio. La vida sexual se ha localizado -desde ese momento- en el aspecto físico y se ha distanciado de otras funciones localizables, fisiológicas. Arrastra a una interna excitación de la persona, de todo el ser hasta una extrema pasión. La actitud de Julia es central y acaparadora tanto en sus exigencias espirituales, como en el impulso brutal del aparato corporal, especialmente en el primer plano. Así, lo erótico participa con soberana potestad, tanto de las ventajas de la diferenciación física, como de lo espiritual. Frente a Bodo reserva un lugar especial para su función física, al igual que las ventajas de su excitación diferenciada frente a cada uno de los hombres: “No era necesario para los hombres ver su cuerpo; a veces ni siquiera intentaban olerla. Bastaba con la conciencia de que, en la misma habitación donde ellos se encontraban, estaba Julia desnuda. Sólo saber eso los volvía locos: sospechar esa piel viva a unos metros de la suya, sentir en la nariz el narcótico relente de las cavidades femeninas. Saberla ahí, receptiva, abisal. En medio de las tinieblas su sexo lanzaba bocanadas de fragancia”.

En la vida de sus hombres, que se convierten en el ser de la adicción erótica, hasta la redención mística, Julia depone su ira en instantes que los antiguos llamaban abrasión erótica. En palabras de Gregorio; “es una experiencia tremenda, que sólo unos cuántos humanos llegan a conocer y algunos no sobreviven. El cuerpo se hunde a la temperatura de la pasión; literalmente, es sublimado durante unos cuantos, eternos instantes. Una vez que concluye, todo se reintegra y uno queda, en apariencia, como si nada”. También en el proceder erótico de Julia -como en algunas formas de la vida amorosa de los animales- se produce cierto fenómeno humorístico, donde el ardiente deseo se satisface de una forma simple y espontánea, y por otro, determina su mundo sensual hasta el éxtasis sentimental: “esa exultación compulsiva y desesperada con la cual se sumergía en el placer”. En esa relación compulsiva, con Gregorio, prevalece una forma hasta cierto punto tosca -válgase el término- de hacer el amor; casi trágica, cuando las exaltaciones eróticas aparecen como ilusiones engañosas o fatales obcecaciones. Es Gregorio el de las tinieblas y de la orfandad metafísica, que ha de salvarse. El único, ni siquiera Julia.

Una oscura sensación se produce en Julia y en Bodo. En el carácter dualista del ritual amoroso-erótico se engendra el rito en el amante: “Sencillamente aquello no era de este mundo; lo que ese hombre [Gregorio] veía se encontraba más allá de su vida ordinaria, por extraordinario que pudiera ser el amor.” Contraria sensación, la vergüenza instintiva que el amante joven -Bodo- siente de su relación corporal. Un ejemplo es el día de su virginidad perdida, el sangrado y el dolor físico de la penetración. Ese atavismo de vergüenza que lo confunde, tiene al mismo tiempo el efecto en el tercero cuya participación, plenamente anunciada, suscita la impresión de mayor entendimiento; Bodo podría asumir exactamente el rol del pintor Montero, pero no lo logra.

Finalmente, en Tan oscura, irrumpe una inervación entre los tres personajes que inflaman sus deseos y anhelos. Forma, cuerpo y espíritu se reencuentran súbitamente ante el gozo renovado cada instante. Ocurre que nuestros personajes son capaces de reflejar la felicidad con sugestivo ardor y vehemencia. Lo que reciben a través de la posesión del otro, es una “ascesis” erótica en que los personajes se reconocen para encontrar nuevos placeres -apunta Juan Antonio Rosado-, una suerte de dicha a través del desdoblamiento, con sorpresa y gozo, porque se es capaz de reproducir en el otro el mismo júbilo. En esa medida, la historia de Julia, es la sucesiva crisis invariable de la fusión de tres cuerpos, “esa santísima trinidad erótica”, siempre ligada a la muerte. El ritmo visual erótico y claroscuro fulgura la estructura de Tan oscura de Agustín Cadena porque ciertamente, como una de las mejores novelas eróticas del siglo XX mexicano, recurre al orden perverso del personaje, que ante su lesa humanidad, la carne inocente clama para poseer por entero el objeto amado, recurriendo a la prisión ilusoria del deseo y el éxtasis: persistentemente entre el impulso y la continuidad posible.

 

 

[1] Ambos mundos, el femenino y masculino, -afirma Lou Andreas-Salomé, en El erotismo-, siguen determinados bajo el malentendido popular: de lo femenino como recipiente puramente pasivo y lo masculino como el contenido creativamente activo. La postura posfeminista, evade la noción anterior, quedando en el nivel más profundo.

 

 

 

*Daniel Téllez es poeta, maestro, crítico literario y luchador. Nació en la Ciudad de México en 1972 y es colaborador de revistas como Luvina, Blanco Móvil Tierra Adentro. Ganador del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2001. Recientemente, Malpaís ediciones publicó su libro Arena mestiza.

Revista Desocupado

 

0