Desocupado presenta el poema "Isla Blanca" del libro más reciente de la poeta peruana editado por Alastor Editores
La poeta peruana Denisse Vega Farfán (Trujillo, 1986) ha publicado recientemente su libro de poesía Fiesta (Alastor Editores), un homenaje a su ciudad de adopción, Chimbote, Perú. Un libro que, como mencionó en entrevista para el medio Lima en escena, era normal que le dedicará un libro, ya que en todos los años que vivió en ella “hubo un proceso de extrañamiento, adaptación, adopción y reinvención, que con la prudencia del tiempo tuvo recién la oportunidad de ser explorado en mi poesía. No pretendí hacer un tributo ni lo contrario, pero sí es evidente que le tengo mucha gratitud a Chimbote. La escritura me ha acompañado desde siempre, mas aquí se dio el paso de convertirla en oficio.”
Denise Vega Farfán es autora de los poemarios Una morada tras los reinos (Centro Cultural de España & Lustraeditores, “Premio Poesía Joven del Perú”, 2008) y El primer asombro (Animal de Invierno & Paracaídas Editores, 2014), título último que concretó una edición en México por Proyecto Literal en el año 2019. Así como de la plaquette Hippocampus (La Propia Cartonera, Uruguay, 2010). Ha publicado en otras lenguas Une demeure après les règnes (Paracaídas Editores, 2013). Poemas suyos han sido traducidos al inglés, francés, chino, italiano y alemán, apareciendo en diversas antologías y publicaciones especializadas. Fiesta es su más reciente poemario, publicado por Alastor Editores. A continuación, y con la autorización de la autora, les presentamos un fragmento de este libro:
ISLA BLANCA
¿Acaso no es esta isla un animal yaciente?
Hunde su cabeza en el día,
haciendo contacto con lo que se nos escabulle
en la avidez de no sentirnos vaciados;
la eleva en la noche
cuando hemos depuesto las armas,
agotados, luego de perseguir al asesino
masillado por nuestros propios dedos.
Se cubre con una manta de guano de gaviotas,
zarcillos y pelícanos. La mierda esplende,
y es la isla una pupila de mármol
viendo lo que jamás avistaremos en la oscuridad de la bahía,
de nuestras involuntarias simulaciones.
La rodeamos en lancha. Siempre hago esta excursión
cuando arriban amigos por primera vez al puerto
teniendo como única referencia el chamuscado olor de las fábricas.
Lobos se sumergen anunciando nuestra proximidad dudosa,
ostreros buscan las alturas,
cangrejos se mimetizan con el musgo.
Descendemos por el flanco más caliente de su cuerpo,
nuestros pies se calzan de pulverizadas conchas
que alguna vez oficiaron las ceremonias del mar.
Recorremos su calcárea piel hasta lo más alto de su lomo.
Desde aquí, la ciudad se ve tan a salvo de sí misma
que, por un instante, creemos que si la isla existe
es para obsequiarnos esta comisura de veteada esperanza.
De pronto, desde algún punto indetectable de su flujo
una ocarina empieza a soplar, ¿la escuchan?
Es un llamado que no llama a nadie
como el arrastre de una ola
que se lleva todo a su paso
para no devolverlo jamás
o varar su hinchado envoltorio.
Lo que retorne el mar no será la misma criatura.
Como en la vida, me adentro sin saber nadar.
Camino, pesadamente, hasta que toda visión de mí es una cabeza,
una boya que no orienta los barcos hacia los grandes cardúmenes
pero advierte del hundimiento de un artefacto de circuitos misteriosos
que es mejor evitar.
Me sumerjo, corroboro la complicidad de mis pulmones
cascados por un asma infantil.
Aun así, los conmino a retener la porción necesaria de aire
más un excedente de contingencia.
Pierdo peso -ligerísima alga-.
El agua bloquea el monologante bullicio
de la máquina que allá afuera nos galopa.
Toda lucha se reduce a que mis alvéolos
-ya casi violáceos por retener el dióxido-
no cedan a la tentación de la entrega.
Floto por el prodigio del líquido amniótico
que me nutre y asiste hasta el fin de mi desarrollo fetal.
Si abuso de su benevolencia; se volverá contra mí.
Reconozco mi finitud.
Exploro los límites de la percusión de mi cuerpo,
el llamado de mis latidos que acuden
en contundentes golpes contra mi tórax
recordándome que aquí sigo,
que el ser humano podría ser, si se empeña,
una especie de hydra a su mamífero modo
luego de haber sido innúmeras veces desmembrado.
En un esfuerzo, abro los ojos, la isla me muestra su perfil escondido
aguardando el acallamiento de las naves.
¿Soy una nave que te estorba?, fabulo interrogarla.
No, pero tu tiempo aquí se ha terminado,
regresa a la superficie con los de tu especie.
Asciendo, y mientras lo hago con la aorta al borde del estallido,
un sedimento se desprende de alguna parte de esta otra isla
que secretamente llevo, flotante, en una estupefacción primordial,
para adherirse a su ínsula mayor.
Ya de retorno a lo terrestre, una vez más,
un bípedo de incierto paisaje,
no pienso en el fin aunque lo lleve consigo.
La isla me ha dicho que no lo haga,
que solo me ocupe de esa suspensión
semejante a las aves cuando abandonan su peso
sin despreciar cualquier corriente de aire minúscula.
Ya la vida avisará o no, inútil interrogarla como a un sicario.
Años más, años menos, seducida transito el vado en este envoltorio
que amo y repudio cuando súbitamente me amenaza,
del que nunca sé lo suficiente y, sin embargo, no es requisito para su uso
y disfrute, sentir la belleza entrando, afilada, hiriéndote sin sangrar,
encendiendo su bombilla y visibilizando lo perdido de golpe.
Me dejo llevar por el torrente del día,
exploro la complejidad del Namacalathus hermanastes
que son estas calles, en las que una entrada es una salida y viceversa,
cualquier rostro podría ser el mío y cualquiera
una versión de la isla. Un archipiélago, al fin y al cabo,
lactante el uno del otro, aunque nos esquivemos con moderna habilidad.
Me detengo en su arteria más congestionada, me atraviesa
el silente bramido de los viandantes, sus urgentes trayectorias
contrarias a sus altísonos deseos. Llega la noche,
no sé si el día obtuvo de mí lo que quiso,
si es consciente de mi discurrir áptero
o solo nos arroja para su recreo y ver
hasta dónde llega nuestro primario asombro.
Camino hacia el muelle, la isla parece prescindir de objetivo,
es un seno níveo flotando firme en el añil arrullando los botes.
Un pescador se pone en pie alistando los anzuelos
mientras yo me marcho a casa.
De “Fiesta” (Alastor Editores, 2021)