Crítica

 

"Cánticos a Erígona": voz clásica en el siglo XXI

2019-09-25 17:30:47

"Escribir ahora sonetos puede entenderse como un anacronismo voluntario o como un tributo reaccionario a una tradición que, equivocadamente, se considera agotada"

 

 

 

Por Daniel Téllez*

 

La noción de verso proviene, en su esencia más antigua, de la imagen griega de la línea que trazan los bueyes al arar la tierra y de las innumerables vueltas que deben realizar para llevar a cabo la tarea encomendada. Aunque libre en apariencia y sin premeditación de medida, un verso subsiste en el poema en función de los versos que le han precedido y su disposición. Aun en el verso libre hay una forma y como tal establece sus límites con el blanco en la página, sus silencios, sus vacíos, su final. Es indudable que el verso libre como el verso medido, ha ensanchado y profundizado el dominio de lo poético. Representan, en ambos casos, una liberación respecto de límites formales vigentes en el pasado y un nuevo espacio de libertad.

En la historia reciente de la poesía mexicana, los escritores, proclives al verso libre, hacen mutis frente a la exploración de formas canónicas como la lira, el soneto y la octava, introducidas a nuestro idioma por Garcilaso de la Vega y Juan Boscán. En el caso de Cánticos a Erígona, de Jesús Gómez Morán, libro editado por Agua Escondida Ediciones en su colección “Coyote Que Ayuna” -e ilustrado en los interiores por Balbina Zamora, Carina Macías y Doris Naranjo- se ensancha la perceptiva del soneto a lo largo de los 30 poemas, en una actualista reinvención verbal y formal de los catorce versos. Cierto es que con algunas notables excepciones, las formas clásicas están lejos de la experiencia literaria en el panorama mexicano actual, las conocemos sólo como lectores y se desestima que la lectura y el estudio de poemas clásicos puede afinar nuestro oído y ensanchar el horizonte de recursos en el momento de la escritura. Gómez Morán, conocedor profundo del río de la poesía castellana, de fino oído y hedonista temple, sabe y ejecuta en estos Cánticos múltiples lecciones de precisión; aquí se reúnen poemas endecasílabos y alejandrinos, de rimas asonantes y consonantes muy educados en la forma clásica (“Anomia” y “El hilo rojo del destino”, por ejemplo); formas más desarraigadas al soneto, en la disposición gráfica de las 4 estrofas de rigor, pasando por el madrigal, la lira y un “Epítome Interactivo”, homenaje donde se invita al lector a seguir “el juego de la métrica y las rimas asonantes sugeridas”.

En una disposición abierta y lúdica de los versos, Gómez Morán recorre y revierte las posibilidades de la forma por excelencia y desde su postura de oficiante fabulador, asido a la estirpe báquica de Erígona, vierte el ingenio de los tópicos -también clásicos-, el amor, el goce, el cuerpo, la finitud y la memoria, en un nada rígido plano de la expresión, con un tamiz moderno y lúdico, desde la condición de exilio de la voz pero emparentado con las genealogías acrisoladas de los doce autores con los que dialoga en igual número de epígrafes: Rubén Bonifaz Nuño, Alí Chumacero, Eliseo Diego, Jaime Torres Bodet, Jorge Cuesta o el Salmo 137, entre otros. La poesía de estos Cánticos se desplaza temáticamente entre objetos y nombres, transfiguraciones rayuelescas en sueños -tomando palabras del autor-, conversatorios, tiempo vs. espacio, noche vs. luz, ojos y destino, cortesanos resuellos a la amada no inmóvil, persistentes subterfugios entre el amor carnal y sagrado, entre otros tópicos que delimitan la gratia plena de vivir.

En asuntos del amor y el erotismo, el poeta desciende y asciende hacia lo más preciado, y la mujer, sujeto carnal, se vuelve ritual capaz de apoderarse de la luz, no en una imagen difusa como objeto del deseo, mas bien en fulguraciones:

 

tras tocarte es mi labio flor desnuda,

convierte en casa sin puertas tu cuerpo

y hecho aire que de un cuarto a otro circula

su ardor mi sangre a la tuya trasvasa.

 

(fragmento de “Sueño de una casa sin cerraduras”)

O

Tu sombra palpa mi mano y se alumbra

y el cielo su iris con celo dilata.

 

(fragmento de “El pan del día”)

O

si mi amor te ha dejado sabor a vino en todas

las bocas de tu cuerpo, en binomio tus labios

las membranas del mío mueven, tu gesto al darle

un árbol a un abrazo, tu risa que unicornios

desata en grupo y traza en su grupa un zodiaco.

 

(fragmento de “Las semillas de Erígona”)

 

En Cánticos a Erígona, la imagen y la voz del otro se quiebran entre los resplandores de la confusión y de la contusión y en un afán de alcanzar lo absoluto se consolidan en la ausencia, que es el rostro del tiempo o de la imperfección, comunión que, la voz poética, musicaliza a través de la plenitud y el movimiento verbal. En los Cánticos siempre el amor se está yendo hacia otra parte, adquiere conciencia de sí mismo; como ejemplo, el poema “Conversatorio con la Sulamita”. “Béseme él con los besos de su boca, porque tus expresiones de cariño son mejores que el vino,” así comienza el diálogo del Cantar de los Cantares. Guardiana de las villas, la Sulamita, ronda el campamento del rey Salomón, por lo que su belleza no pasa desapercibida. Aquel le promete “adornos circulares de oro [...] junto con tachones de plata”, pero ella no se deja impresionar, pide a las damas de la corte: “No traten de despertar ni excitar amor en mí sino hasta que este se sienta inclinado”. En los tres frisos amorosos que nos ofrece Gómez Morán en su poema (“El amador habla”, “Elogio de la sulamita” y “Súplica final”), los visos del amor erótico, pecho y cuerpo dispersos pero vivos, son tropel ardiente en la unidad guardada en el arcano de la voz de los amantes:

 

El amador habla:

Bésame con los labios de tu vulva

y ahí tenme como quien cerró sus párpados

para evitar que un sueño salga en fuga

cuando en tu pecho sientes latir nidos

de tórtolas en una roca ocultas.

 

 

Elogio de la Sulamita:

Para mi amado soy y en la hendidura

de la puerta a mi huerto entró su llave

y aun los pliegues del paladar me afruta:

apertura de un cielo en que nos hemos

convertido en estrella de diez puntas,

licor pone en mi ombligo de granadas

y ciñe en mi cadera un collar de uvas.

 

Finalmente, en otra línea paralela que refleja una experiencia personal del mundo, Gómez Morán establece vínculos con temas filosóficos y da cuenta no sólo de la ruptura estilística, constante en estos Cánticos, sino en el saber de cada poema. Las experiencias verbales tan acuciosas y de alto calado en la estrofa clásica, están supeditadas también a la necesidad de conjurar en el poema, el cuerpo en todas sus sutilezas. Baste leer “El hilo rojo del destino”, donde se observa que, según la antigua cultura japonesa, el futuro de cada persona está predestinado desde el momento en que inicia su camino. Explicación que toma fuerza con el dogma de que todo ser humano está “atado” al destino de alguien por medio de un intangible hilo color rojo que se encuentra amarrado al dedo meñique; así, el poeta ocupa que dicho destino está prescrito también desde la vaguedad y el azar:

 

De embrollado hilo al mirar no lo dejes

en su punto ciego caer y en los ejes

del gozo ábrelo en capullo adunado

 

sobre un banco de cristal coralino

que devane el rojo hilo del destino

no errado, antes bien un poco enredado.

 

(fragmento de “El hilo rojo del destino”)

 

Lectura y estudio aparte merecen “Casida para una obra negra”, “Madrigal” y “Transfiguración”, combinación de versos de arte mayor con versos de arte menor -una lira- donde el poeta anima, en la forma, un despliegue técnico de altos vuelos. Sabe, y Cánticos a Erígona es muestra palpable, que las formas clásicas son una oportunidad para probar –como apunta el poeta Josu Landa- las propias armas expresivas en los términos de composición o construcción poética. Escribir ahora sonetos puede entenderse como un anacronismo voluntario o como un tributo reaccionario a una tradición que, equivocadamente, se considera agotada. Ahí están los notables ejemplos, a principios del siglo XX, de Ezra Pound y T. S. Eliot, de cómo hacer modernos a los clásicos.

Concluye el libro con un “Desiderátum”, deseo o aspiración que no se ha cumplido en modo de hápax, esto es, en una palabra registrada solamente una vez en el corpus de Cánticos. Trance último de Gómez Morán, bardo fénix que en esta Poética “inscrita en la constelación de heptérix”, casi insondable, casi “área asonante” en palabras del clasicista Bonifaz Nuño, con sabia filigrana, amoneda su consigna explícitamente renovadora de la tradición.

 

 

*Daniel Téllez es poeta, maestro, crítico literario y luchador. Nació en la Ciudad de México en 1972 y es colaborador de revistas como Luvina, Blanco Móvil y Tierra Adentro. Ganador del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2001, Téllez ha aplicado algunas llaves para empatar su afición por la lucha libre con el hecho poético. Recientemente, Malpaís ediciones publicó su libro Arena mestiza.

Revista Desocupado

 

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