Crítica

 

Cuentos "Para Romper Espejos"

2019-11-19 20:21:11

“Leer cuentos es una de las actividades más placenteras que existen. En pocas palabras se pueden encapsular tantas cosas. Me agrada la brevedad. Un texto grande siempre intimida. El cuento, por su parte, siempre muestra la cara de un amigo.”

 

 

 

Por Carlos Díaz Reyes*

 

 

Leer cuentos es una de las actividades más placenteras que existen. Es una de mis favoritas, al menos. En pocas palabras se pueden encapsular tantas cosas. Me agrada la brevedad. Un texto grande siempre intimida. El cuento, por su parte, siempre muestra la cara de un amigo. Cuentos Para Romper Espejos (Ediciones Periféricas) contiene nueve relatos de Francisco Andrade, Luis Fernando Alcántar y Rodrigo Díaz (mi “primo from another tío”), tres de cada uno. Todos son relativamente breves, aunque algunos más que otros, pero antes de que intente ver un común denominador, diré que el más evidente es que es una lectura fluida.

Leer cuentos se vuelve más agradable cuando se acomodan las visiones de distintos autores en un solo libro. Puede uno saborear varias voces, varios puntos de vista. Desconozco si hay algo más, además de Guanajuato, que una a los autores. Hoy los une un libro y ya los unió para siempre. Y ahora me unió a ellos. Porque vine, como amante de los cuentos, a asomarme en sus espejos.

Los cuentos de Francisco Andrade, que abren el volumen, son: “¿Por qué la gente llora con las canciones?”, “Autopsia” y “La metalurgia de los besos”. Los tres están contados en primera persona y hasta podría ser que por el mismo personaje, en tres diferentes etapas de su vida. Si colocáramos “Autopsia” al final, podría ser una narración cronológica de la vida de un hombre hasta su muerte. Una breve novela.

El primer cuento trata sobre un niño y su despertar sexual con una de sus vecinas, un año mayor que él. Me hizo pensar en Las Batallas en el Desierto, en versión un poco más porno. Cuenta sobre el primer amor, la primera erección quizá, y la nostalgia que provocan. El segundo, “Autopsia”, narra precisamente lo que le da nombre, dividido en tres partes del cuerpo: hígado, pulmones y corazón. El muerto evoca un recuerdo de cada uno y cómo es que alguno pudiera ser culpable de su fallecimiento. Es casi tres cuentos por el precio de uno. Microficciones que funcionan muy bien por su propia cuenta.

El último cuento se parece al anterior. Al protagonista y a su novia los asaltaron y enlista cada una de las cosas que perdieron ¿Cómo utilizará esos objetos el ladrón y cómo cambiarán su vida?, especula. Y así como en “Autopsia”, los objetos sin vida adquieren otro significado, cuentan historias. Son, de hecho, pretextos para hacerlo, como si esa fuera su única función. Y, si nos ponemos a pensar, el primer relato también incluye algo así, aunque aquí sólo sea una la cosa: esa canción no nombrada que evoca la entrada a la pubertad.

Los cuentos de Luis Fernando Alcántar son por mucho los más breves, pero también los que más dejan pensando. Traen un mensaje oculto, parecen microficciones de Borges. Son “O-Jen”, “Limbo” y “Cabeza de Uro”. Los acaba uno rápido, pero intrigan tanto que dan ganas de volver y leerlos varias veces. Tal vez sea necesario. El primero habla de un hombre, quizá un psiquiatra, que analiza la combinación de movimientos posibles para resolver un cubo Rubik. El segundo, es sobre la ensoñación de un hombre al recordar un tiempo en La Habana. El tercero, sobre unas letras que le salen de la barba al protagonista. No tengo más palabras para describirlos porque es mejor que sea el propio Alcántar quien seduzca al lector. Y que cada quien interprete, ese es su juego.

Los cuentos de Rodrigo Díaz son los que más me removieron. Son, también, donde más explícitamente aparecen los “espejos”, que dan nombre a todo el libro. Se llaman: “Ese extraño en el espejo”, “Congelado” y “Contacto”, todos escritos en tercera persona. El primero es sobre un hombre que se atormenta luego de recibir una invitación para reunirse con sus excompañeros de prepa, a 20 años de haberse graduado. Se observa la cara y es aquí donde tiene su primera aparición el protagonista de este volumen. El personaje no lo rompe, pero es quizá el espejo el que lo rompe a él. Recordándole, entre otras cosas, el paso del tiempo sobre una cara que pierde significado de tanto observarla.

“Congelado” es el más breve de los tres cuentos de mi tocayo de apellido, con una extensión similar a los de Alcántar. La fuerza dramática es similar al cuento anterior, en este caso es un hombre pensando en cómo describir la belleza de una mujer en un mensaje de chat. Adivino alguna otra especie de espejo en la pantalla del monitor que espera sus palabras. Es, también como el otro relato, una introspección, mucho más breve y menos escandalosa; aunque no por ello menos contundente. Por último, “Contacto”, nos narra la epifanía de un hombre que lo recuerda todo, como “Funes el Memorioso” del ya mencionado Borges. Sin embargo, cada cierto tiempo, pierde objetos y no logra saber cómo ni dónde. Esta historia tiene tintes de ciencia ficción y hasta un poco de terror. Y en ese tono cierra el libro, con un último espejo: el de la memoria.

Salvo los cuentos de Alcántar, que son más misteriosos para mí, podría decir que los espejos que rompen estos cuentos son memorias. En los de Andrade: el inicio de la pubertad, tres órganos del cuerpo y unos objetos robados. El espejo de la memoria que es inquietante y que sí, dan ganas de romper a veces. El sabor final que deja el libro, sobre todo con el cierre de Díaz, es de una nostalgia, pero no una linda, color rosa. Es como revisar todas nuestras acciones del pasado y descubrirlas como actos grotescos. Regresamos a ellas constantemente, como tratando de reconstruir, con muchas ganas, un tiempo que creemos fue mejor, pero encontrando que ya no queda nada. No nos reconocemos más en el espejo. Y es entonces cuando no queda más remedio que escribir. Que sean otros los que se reflejen en nuestros recuerdos.

Escribir es eso precisamente, construir espejos. Romperlos al mismo tiempo. Los libros son un reflejo retorcido de los autores, como esos espejos de feria que deforman nuestra imagen. Las historias no salen de ningún otro lado más que de uno mismo, aunque alguien más nos las haya contado y las creamos ajenas. Las palabras salen de nosotros como en el cuento de Alcántar, pero al mismo tiempo tienen voluntad propia, no nos pertenecen. ¿A quién le pertenecen? Al lector, al reflejado. Porque para eso, y nada más, son los espejos y para eso es la literatura, para vernos.

 

 

*Carlos Díaz Reyes (Sabinas, Coahuila, 1988). Autor de los libros de cuentos Demasiado Tarde (Acequia Mayor, 2016), Los Ausentes (Acequia Mayor, 2017) y Hombres al Borde de un Ataque de Celos (Ediciones Periféricas, 2018). Licenciado en Comunicación por la Universidad Autónoma de Coahuila. Becario del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico (PECDA) Coahuila, 2016 y ganador del Premio Estatal de Periodismo Coahuila 2011 en el área de Reportaje Cultural.

Revista Desocupado

 

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