Crítica

 

La injerencia de Rusia en México

2018-06-07 00:18:24

Reseña del nuevo libro de Carlos Illades, «El Marxismo en México. Una historia intelectual», Taurus, México, 2018

 

 

 

Por Sebastián Pineda Buitrago*

 

 

Quienes nacimos antes del 9 de noviembre de 1989, el día en que cayó el muro de Berlín, no deberíamos olvidar que más de la mitad del mundo se hallaba gobernado bajo un sistema comunista. Si la historia es una marcha hacia la libertad, según la filosofía hegeliana, algo muy importante tienen que decirnos las ruinas del comunismo cuya ideología principal, fundada en San Petersburgo durante la Tercera Internacional de 1919, fue el marxismo. El libro de Carlos Illades, El marxismo en México, constituye entonces un paseo por las ruinas intelectuales del siglo XX y aun del XXI. Como se sabe, el marxismo-leninismo se propuso propagar por todo el planeta una “guerra a muerte contra los ricos y sus acólitos” (Lenin, “Cómo organizar la competencia”, Pravda, 5/1/1919). Lo curioso es que cuando las ondas de la Revolución rusa o bolchevique alcanzaron a México, es de notar que ya este país se había adelantado y desangrado con la primera revolución popular o campesina del siglo XX.

La vecindad con los Estados Unidos hizo del marxismo mexicano algo bastante suigeneris por no decir pragmático y hasta capitalista. No fue Lenin ni Stalin y ni siquiera Trotsky (asesinado en Coyoacán en 1940), sino el líder del Partido Socialista de Norteamérica, Eugene Victor Debs, quien introdujo en la filosofía del materialismo dialéctico al primer marxista mexicano, Vicente Lombardo Toledano (Teziutlán, Puebla, 1894-Ciudad de México, 1968). Durante el Congreso Internacional de Planificación, celebrado en Nueva York en 1924, Lombardo Toledano (éste lo confesaría después en una polémica con Antonio Caso) supo del marxismo cuyo descubrimiento significó, para él, como el efecto «de una ventana cubierta por cortinas que de repente se abre de par en par e inunda el aposento que ocultaba con la inmensa luz del Sol y la frescura del aire libre». (p. 44). Illades afirma que Lombardo Toledano rompió con el idealismo del Ateneo de la Juventud, es decir, con intelectuales como Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña y Vasconcelos. No sólo presupone que el marxismo es una auténtica praxis sin nada de idealismo o platonismo ni mucho menos sentimentalismo o utopía, sino que descuida la recepción de Marx por parte de un teórico tan importante como Reyes. Éste, sin ser un materialista histórico, aceptó la necesidad de la exégesis marxista, pues no con otro método, sino con el económico, se pueden completar el entendimiento de los hechos sociales, siempre y cuando el «profetismo proletario de Marx», según Reyes, no se ponga a determinar el futuro, pues «el mañana histórico no es objeto de pronóstico exacto; que el proceso contiene una levadura de voluntad ante la crisis (cada presente es crisis), y aun abre, por eso mismo, salida a la esperanza» (véase El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria [1944], OC XV, FCE, 1997, p. 162).

Hasta 1935, invitado por los sindicatos soviéticos, Lombardo Toledano por fin pisó Moscú. Las multitudes hambrientas que rodeaban a Stalin no lo impresionaron tanto como a otro marxista mexicano de corte casi místico, José Revueltas (Durango, 1914-Ciudad de México, 1976), entonces delegado al VII Congreso de la Internacional Comunista. Bien hace Illades en señalar que el marxismo de Revueltas no está en sus novelas –Los días terrenales (1949) más bien es narrativa bíblica– sino en sus artículos de periódico. En uno de ellos, publicado en Excélsior entre el 18 y 19 de abril de 1947, Revueltas reseñó los estudios históricos de Daniel Cosío Villegas y afirmó que la clase obrera mexicana necesitaba despojarse de la alienación del nacionalismo revolucionario, máscara con la que el priismo disfrazaba la dominación burguesa. (p. 91). En México: una democracia bárbara, un ensayo de 1958, Revueltas aún soñaba con un «propio partido de la clase obrera». Para Illades, Revueltas resume la historia del comunismo mexicano aun en su «fascinación por el martirio» (lo expulsaron varias veces del Partido y el gobierno lo llegó a deportar a las Islas Marías) y, desde luego, en su «intransigencia revolucionaria». (p. 99). La anarquía intelectual o el desorden de lecturas en Revueltas y en otros intelectuales mexicanos, dada una historia muy rica en ideas políticas, hizo muy difícil que el marxismo fuese totalmente ortodoxo.

La Revolución mexicana (anterior a la rusa como hemos visto) ya tenía un fuerte componente socialista. Illades recuerda que, desde el 12 de junio de 1884, en el periódico El Socialista de la Ciudad de México, se editó por primera vez en Hispanoamérica el Manifiesto comunista (1848) de Marx y Engels. La traducción la había hecho José Mesa desde 1872 en el folletín del semanario madrileño La Emancipación. (p. 60). Sólo que el marxismo –en cuanto ismo o ideología– nació en la Tercera Internacional de 1919, y no pudo influir explícitamente en el anarcosindicalismo de los hermanos Flores Magón ni en el espiritismo de Madero, todo lo cual sin embargo acabó por minar el régimen liberal de Porfirio Díaz desde noviembre de 1910. Tampoco hay marxismo en la ideología de Emiliano Zapata, Tierra y Libertad, ni mucho menos en la de Pancho Villa o Venustiano Carranza. Lo cierto es que durante 1920 y 1924, cuando el marxismo comenzó a expandirse por toda la Tierra, el régimen de Álvaro Obregón, a través especialmente de su Secretario de Educación Pública, José Vasconcelos, sufrió los embates ideológicos para los que no parecía estar preparado el país. A nivel regional se instauró  un intento de república socialista en el Estado de Yucatán a manos de Salvador Alvarado y Felipe Carrillo Puerto, aunque a este último lo mataron en Mérida el 3 de enero de 1924.

Diez años después Lombardo Toledano, en compañía de la Confederación General de Obreros y Campesinos de México (CGOCM), recorrió la península de Yucatán, y observó que ya dicho régimen socialista había degenerado en tiranía, según él, por la falta de honestidad de los gobernantes y por la falta de «conciencia de clase» de las «masas explotadas del país». Nunca, pues, porque el socialismo fuese malo en sí mismo. Entre las diversas formas de lucha del marxismo, Lombardo Toledano empuñó la de la educación, y a partir de 1933 animó a numerosas organizaciones de maestros y estudiantes para movilizarlos en favor de incorporar la educación socialista en la Constitución (p. 49). Esto se hizo realidad a través de una reforma publicada en el Diario Oficial de la Federación el 13 de diciembre de 1934, decretándose: «que la educación que imparta el Estado sea socialista, excluyendo toda enseñanza religiosa, proporcionando una cultura basada en la verdad científica, que forme el concepto de solidaridad necesario para la socialización progresiva de los medios de producción económica». Hasta 1946, bajo el gobierno de Miguel Alemán, se hizo una modificación al artículo para quitar lo de educación socialista. Entre cosas, las instituciones universitarias del Estado ya no daban abasto y fue necesario permitir que los jesuitas abrieran sus Iberos y los empresarios de Monterrey sus Tecnológicos.

Marx afirmó en su Tesis sobre Feuerbach (1845) que la religión es el opio del pueblo, pero acaso nunca imaginó que el marxismo iba a ser el opio de los intelectuales. El Diamat (Dialektischesmaterialismus), sin ir más lejos, se convirtió en una religión en sí con textos canónicos y concilios o Internacionales. Y el aparente éxito del totalitarismo soviético sedujo a ciertos europeos estatólatras para expropiar a su turno empresas e industrias y hacerse del capital privado en nombre, no ya de un internacionalismo, sino de un nacionalismo xenófobo como el del nazismo (no olvidemos que dichas siglas indican nacionalsocialismo). Dicho esto, la carnicería sistematizada de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial resultan intentos desafortunados por copiar el modelo soviético. Al otro lado del océano, durante el sexenio de Cárdenas, México se convirtió en el principal refugio de la inteligencia hispanohablante. Quizá el marxista más importante en transterrarse haya sido Wenceslao Roces, cuya traducción completa de El Capital apareció en el Fondo de Cultura Económica en 1946. Abogado asturiano formado en Berlín con el neokantiano Rudolf Stammler, Roces ya había participado durante la Segunda República Española como parte de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética en 1933 y se hizo famoso por gestionar la «salvación» de casi 500 cuadros del Museo del Prado en medio del asedio franquista a Madrid, aunque su gestión con las monedas de oro del Museo de Antropología de España estuvo llena de baches, según se lee en su entrada de Wikipedia.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la intelectualidad marxista del continente avecindada en México desde luego simpatizó con los soviéticos. Pablo Neruda leyó, el 30 de septiembre de 1943, su famoso poema «Canto a Stalingrado» en el Teatro del Sindicato Mexicano de Electricistas. Durante la posguerra, sin embargo, los crímenes de Stalin contra su propio pueblo se hicieron mucho más evidentes y el primer intelectual hispano en romper con el marxismo soviético fue Adolfo Sánchez Vásquez (Algeciras, España, 1915–Ciudad de México, 2011). Se respaldó, según Illades, en el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS (febrero de 1956), «en el que Nikita Jruschov denunció el culto a la personalidad de Iosif Stalin». (p. 101). La principal tesis de Sánchez Vásquez, contenida en su Filosofía de la praxis (1972), esconde sin embargo una legitimación de la violencia revolucionaria. En palabras de Illades, «tanto en la obra de arte como en la sociedad la violencia es un detonante que permite la transformación de la materia o de la realidad [ya que] la violencia revolucionaria que intenta revertir la dominación es la única violencia social legítima, la que al realizarse y alcanzar sus objetivos acabará con todas sus manifestaciones posibles». (p. 110). De forma similar lo sostuvo otro marxista mexicano, Carlos Pereyra en Política y violencia (1974). Semejante praxis de la violencia ya había sido teorizada por el joven Marx en el último número de la Neue Rheinische Zeitung (mayo de 1849), pues efectivamente «el terror acelera el parto de la nueva sociedad». Por consiguiente, el terrorismo guerrillero o revolucionario debe ser perdonado y exonerado, pues busca una sociedad mejor. De semejante legitimación de la violencia, el pensador «reaccionario» Nicolás Gómez Dávila formuló un escolio genial: «Cuando las derechas asesinan la izquierda grita y se indigna como ante un privilegio que le usurpan».

Es de notar que el libro de Illades no es cronológico. Avanza en elipsis o círculos que no terminan de cerrarse, quizás por cierto acercamiento más apologético que crítico. Illades no confía en la imparcialidad. Él es un historiador que toma partido, de modo que su libro es menos un revisionismo que una reivindicación del marxismo mexicano o –por decirlo con el título de otro de sus libros– de una reivindicación de La inteligencia rebelde. La izquierda en el debate público en México, 1968-1989 (2012). En cuanto lo suyo es la historia intelectual, Illades dedica el cuarto capítulo al marxismo y las ciencias sociales, cuya profesionalización en Latinoamérica lideraron Gino Germani, Orlando Fals Borda, Fernando Henrique Cardoso y Pablo González Casanova. Este último, nacido en Toluca en 1922, publicó una serie de estudios sobre la peculiaridad del marxismo criollo, que van desde Un utopista mexicano (1953), La democracia en México (1965), Sociología de la explotación (1969) y La nueva metafísica y el socialismo (1982). Illades defiende esta peculiaridad por encima de las críticas de Roger Bartra, el etnólogo de ascendencia catalana quien, como se sabe, se decantó por un liberalismo de derechas. Con todo, Bartra, para Illades, hizo una lectura decisiva de Antonio Gramsci que lo llevó a escribir Las redes imaginarias del poder político (1981). La recepción de Antonio Gramsci, fundador del Partido Comunista Italiano (PCI) y «el mayor teórico de la política que ha dado el marxismo» (p. 211) fue, para Illades, de mucho mayor riqueza en México que la recepción de Althuser.

Por lo demás, a base de saltos o elipsis, el capítulo siete se enfoca al estudio de las revistas teórico-políticas, otra vez bajo la suposición pragmática del marxismo. Illades hace un recuento de una revista de tendencia trotskista, Coyoacán, en cuyo primer editorial se hizo una diferenciación entre «marxismo intelectual» y «marxismo obrero». (p. 255). Quizás el marxismo mexicano, por dicha o desdicha y según se mire, fue y ha sido ante todo uno de corte intelectual. La crisis de semejante tradición intelectual vino, según el octavo capítulo del libro de Illades, «con el ascenso del pensamiento neoliberal, la ideología más exitosa de la historia contemporánea de acuerdo con Perry Anderson». (p. 265). Lo inexplicable es que si, salvo excepciones, «la derecha prácticamente no tuvo intelectuales» (p. 268), ¿por qué entonces triunfó? ¿Acaso porque la verdad se defiende por sí sola?

Illades no está tan convencido de ello, según se desprende de su reseña del congreso organizado por la revista de Octavio Paz, Vuelta, y auspiciado por Televisa: El Siglo XX: la Experiencia de la Libertad. Además de citar la famosa frase de Vargas Llosa y que tanto molestó a Paz, según la cual el PRI era la dictadura perfecta, Illades cita también a Arnaldo Córdoba (1937-2007), para quien la crítica de Paz a la izquierda es de una tremenda vaguedad. (p. 280). Tenía razón Arnaldo Córdoba. A mi modo de ver, si Paz se extrañaba en El ogro filantrópico (1978) de que el Partido Comunista de México no fuera de obreros sino de universitarios, era porque bien sabía que la propaganda comunista está dirigida principalmente a los estudiantes, a través del sexo y el erotismo. Astutamente Paz recoge semejante propaganda en La llama doble (1993), uno de sus últimos ensayos y en el que se lamenta, como buen comunista, de que «el erotismo se ha transformado en un departamento de publicidad y en una rama del comercio». (Véase en edición de Seix Barral, 1994, p. 159). ¿No ha sido la prostitución el oficio comercial más antiguo del mundo? ¿Qué esperaba Paz? ¿Gratuidad o derecho de pernada por privilegio de casta entre las camaradas del Partido? Del fantasma comunista es muy difícil librarse.

El libro de Illades termina con el problema del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). A partir de un libro de Carlos Montemayor (1947-2010), Chiapas, la rebelión indígena de México (1997), Illades apoya el rebatir «la tesis de que el guerrillero es producto de una ideología y no de una realidad social represiva». (p. 291). Pero semejante tesis aún sugiere numerosas interpretaciones. Es de lástima el tono apologético de Illades, que le impide un mayor revisionismo crítico sobre el marxismo mexicano. Si el Partido Revolucionario Institucional (PRI) impuso un sistema totalitario, el principal pensamiento rebelde o crítico hay que buscarlo en quienes se opusieron al gregarismo o aniquilamiento del individuo, es decir, al engranaje nacionalista fundado en la pobreza y el sufrimiento del mexicano. Una de las mejores críticas al respecto acaso siga siendo, pese al tufo cortazariano, el libro de Bartra: La jaula de la melancolía (1987).

Illades concluye apoyándose en algunos marxistas del campo intelectual anglosajón, como Terry Eagleton y Frederic Jameson, para decir que el marxismo capitaneó la vanguardia de las tres más importantes luchas de la era moderna: «la resistencia al colonialismo, la emancipación de las mujeres y el combate contra el fascismo». (p. 324). El marxismo, además, «continúa siendo la crítica más poderosa a la civilización del capital [donde] el mercado sustituye a la comunidad». (p. 325). A pesar de que cita a Jean-François Revel entre los invitados del encuentro organizado por Paz en 1990, El Siglo XX: la Experiencia de la Libertad, Illades no dialoga con este historiador francés en cuyo libro, La gran mascarada (2000), desmiente los alcances y aun las buenas intenciones del marxismo. Los principales derechos de los trabajadores, para Revel, se introdujeron en las naciones industrializadas antes de la guerra de 1914 y del nacimiento de los partidos comunistas, y estos mismos derechos fueron suprimidos en y por los países socialistas, pues el Estado monopolizó, vigiló y controló a la clase obrera.

Durante buena parte del siglo XX todo intelectual que se respetara debía ser adversario del capitalismo. Hoy todos somos capitalistas sin saberlo. Es la tesis del filósofo surcoreano y nacionalizado alemán, Byung-Chul Han, para quien cada uno es ya su propio jefe que se auto-explota y se auto-alinea en las redes sociales que capitalizan la amistad a través del sharing o el compartir. El Airbnb, al convertir cada casa en hotel, rentabiliza incluso la hospitalidad. Oponerse al comercio en nombre de una pureza intelectual es precipitarse en lo que Georg Lukács –uno de las inteligencias más agudas que capturó el marxismo– consideraba una deformación profesional. El intelectual se considerará muy racional por oponerse a la cultura de masas, a la industria y al consumo masificado, pero si se ve bien a ese intelectual de izquierda lo alimenta una industria editorial que le exige cháchara cultural, y un sistema educativo que le exige fabricar profesionales autómatas.

 

*Sebastián Pineda Buitrago (Medellín, Colombia, 1982). Ensayista. Es académico-investigador del Departamento de Humanidades de la Universidad Iberoamericanan (Puebla). Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Es autor de los libros La musa crítica (El Colegio Nacional, 2007), Comprensión de España en clave mexicana (Casimiro, 2014) y Tensión de Ideas. El ensayo hispanoamericano de entreguerras (UANL, 2016).

 

Imagen: 1.- Detalle del mural de Diego Rivera «El hombre controlador del universo» (1934).

Revista Desocupado

 

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