Crítica

 

EL MITO DE LA WIPHALA

2020-07-01 09:12:02

El actual camino de capitalismo globalizado nos dirige a la destrucción por una catástrofe ecológica en curso

 

 

 

Por Hugo van Oordt H.

 

 

Los pueblos precolombinos de la cordillera de los Andes no carecían de símbolos propios, pero el formato de «pendón cuadrilátero de tela» para ondear al viento no es una tradición incaica. Cualquiera que ponga en duda esta afirmación, podría repasar las páginas de Nueva Corónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala, cronista mestizo nacido en Ayacucho en 1534. La Nueva Corónica… actualmente se conserva en la Biblioteca Real de Dinamarca, institución que permite consultas por internet.

Guamán Poma se dedicó a recorrer durante varios años el Virreinato del Perú recogiendo mediante la transmisión oral pasajes de la vida incaica abarcando la sociedad en su conjunto. Recogió y consignó costumbres de todas las clases sociales existentes en aquella época, desde el Inca y la nobleza, pasando por la clase sacerdotal, los guerreros, hasta describir con una asombrosa minuciosidad la vida del poblador común y corriente. El poblador de a pie diríamos ahora. Una gran particularidad de esta investigación sobre la cotidianidad prehispánica es que contiene 397 grabados que ilustran todos y cada uno de los capítulos en que está subdividida la obra que suma en total 1,180 páginas.

Guamán Poma propuso una nueva dirección para el gobierno del Perú: Un «buen gobierno» que se basaría en las estructuras sociales y económicas Incas, la tecnología europea, y la teología cristiana, adaptada a las necesidades prácticas de los pueblos andinos. Era el siglo XVI y su pensamiento estaba en consonancia con su momento histórico.

Tanto en el texto como en las ilustraciones de la Nueva Corónica… no descubrimos banderas multicolores ondeando al viento, simple y llanamente porque en el Imperio incaico no se conocían las banderas. Podemos colegir así que la famosísima Wiphala, que el gobierno multinacional de Bolivia la elevó a estandarte oficial, es un simple invento del discurso neoliberal para confundir a nuestros pueblos al reforzar el reclamo de reivindicaciones parciales y apartarlos así de sus reivindicaciones históricas.

Ya no se habla más de «internacionalismo proletario». Se han eliminado también conceptos como «socialismo», «lucha de clases», «revolución», «imperialismo». Corren tiempos de globalización neoliberal y se elabora y presenta un nuevo paradigma: el de lo «políticamente correcto».

No es ninguna novedad en este contexto, la visión ideológica liberal desde hace tiempo ha tomado la iniciativa política. Estaríamos ciegos si no viésemos que en este momento los ideales revolucionarios de transformación que décadas atrás guiaron las luchas populares, hoy día no están precisamente en avanzada. Pero ello no significa que la transformación social esté «pasada de moda», que ésta ya no sea posible y que no exista más la lucha de clases. Las causas estructurales que producen explotación, exclusión, miseria y dolor para las grandes mayorías, así como desastres mal llamados «naturales» (no hay un «cambio climático» sino una catástrofe medioambiental producida por el capitalismo imperante a nivel mundial), esas causas siguen tan vigentes como siempre. De ahí que la necesidad de la transformación revolucionaria sigue siendo tan imprescindible hoy como ayer. O quizá más aún. Porque por este camino de capitalismo globalizado vamos inexorablemente a la destrucción de la Humanidad; ya sea por la catástrofe ecológica en curso, o por la posibilidad de una devastadora guerra interimperialista.

Conceptos vagos tales como «derecho al libre tránsito», «grupos vulnerables», «combate a la extrema pobreza», «pueblos originarios», que aparentan ser planteamientos y símbolos antisistema, en realidad fortalecen reivindicaciones parciales que el propio capitalismo pretende asumir como propias para desviar la atención de los pueblos para que abandonen así sus reivindicaciones históricas.

La prédica de los ideólogos demócratas –así, sin adjetivos- reproducida de manera interminable a través de sus instrumentos de dominación ideológica, despoja de contenido de clase toda forma de protesta. Proclaman un falso discurso de “preocupación social” que en los hechos desplaza cualquier forma real de lucha revolucionaria. Crean esperpentos ideológico-culturales y los imponen como pensamiento políticamente correcto. Inoculan a las masas un espíritu «democrático» y «cívico» que demoniza la violencia y llama a su erradicación como forma de lucha social, ocultando el papel que la violencia ha jugado a lo largo de la historia (la violencia es la partera de la historia ha dicho Marx). Se niega la posibilidad de construir formas de poder popular revolucionario y en su lugar se convoca a la «participación ciudadana», se entroniza la llamada sociedad civil que conlleva la ilusoria idea que en democracia todos somos iguales, todos somos ciudadanos.

Hemos arribado al fin de la historia y ya no hay lugar para las grandes verdades. Se han superado «los grandes relatos» –así llaman los ideólogos postmodernos al marxismo- y ahora es el tiempo de las verdades fragmentadas. Paradójicamente, pese a mantener a la gente, especialmente a los jóvenes todo el tiempo conectados a artilugios tecnológicos, vivimos la era de la desconexión. «Es más fácil para la mayor parte de la gente encontrar un dinosaurio que a un vecino», dijo Alain Touraine. Todo esto se complementa con una inducida fascinación por lo novedoso (La obsolescencia programada). El correo electrónico cede su lugar al WhatsApp y las redes sociales. Finalmente el juego se refuerza con organizaciones no gubernamentales (ONGs) que promueven doctrinas y concepciones del mundo que no tienen ningún asidero científico y que devienen en formas de identificación panteísta con la naturaleza.

Un descendiente de nuestras culturas prehispánicas hoy día puede ser un campesino, si trabaja en el campo; o un obrero que se trasladó a alguna gran ciudad acicateado por el hambre. Pretender una supuesta reivindicación indígena sin tener en cuenta la participación en alguna actividad económica, que coloca a los hombres en una clase social determinada, es una simple falacia, un engaño que únicamente profundiza la confusión en la que hoy nos debatimos.

Los seres humanos somos todos, en mayor o menor medida, descendientes de culturas ancestrales. En ese sentido, si un emblema huero como la wiphala simboliza algo, de manera categórica debemos decir que sí, es la bandera del Reino del Adormecimiento.

Revista Desocupado

 

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