Crítica

 

Escuela y virtualidad

2020-06-15 22:52:52

Este término que hoy es tan común entre pantallas y smartphones proviene del medioevo, y está estrechamente vinculado a los libros y a la lectura

 

 

 

Por Alfredo Léal*

 

 

Hace un par de días terminé un curso virtual con el filósofo italiano Norberto Bobbio. En éste, titulado La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político, Bobbio expuso, de manera sintética, me atrevería a decir, accesible incluso, las reflexiones que desde Platón hasta Marx han articulado la idea y, con ello, redefinido la materialización de lo que entendemos por Estado. Por la forma en la que Bobbio dispuso el contenido teórico, principalmente resumiéndolo, aunque también citando pasajes clave de cada pensador, las lecciones de este curso virtual, de entre treinta y cuarentaicinco minutos, resultaron bastante amenas y sólo exigen a quien quiera cursarlo una única y sencilla actividad: la lectura. Porque el curso de Bobbio del que he hablado, impartido en la Universidad de Turín en el año académico 1975-1976, está disponible para quien quiera realizarlo en la edición del Fondo de Cultura Económica.

A diferencia del verbo “viralizar” —que surge en el momento actual, definido, como se ha visto ya con la ridiculización global de los precios del petróleo, por una mercancía eje que podemos articular a partir de sus tres materializaciones concretas, a saber: 1) los aparatos llamados de “alta tecnología”; 2) las baterías de litio con las que éstos funcionan; y 3) la red de telecomunicaciones; es decir, un momento definido por la mercancía-información— la palabra “virtual” no aparece por primera vez en el dominio de lo binario sino que se traslada a éste, modificando mínimamente los alcances que había tenido desde el medioevo. Derivada de virtus, es decir, “fuerza”, “voluntad”, la raíz está en la palabra virtualis, que acentúa la potencialidad de dicha fuerza, algo así como la fuerza que potencialmente podemos asignarle a algo o a alguien, la voluntad para realizar un trabajo. En este sentido, decir que un libro es un “curso virtual” no podría definir mejor la relación entre la lectura y los contenidos que, de acuerdo con otro sentido de la palabra “virtual” (algo que no es real, que es aparente), están presentes en palabras que tienen sentido solamente cuando las leemos.

No me parece hiperbólico afirmar que lo que se ha dado en llamar, durante la cuarentena derivada de la pandemia por el Covid-19, “escuela en casa” y “clases virtuales” es no sólo falaz sino profundamente ingenuo. Y es que la escuela, a diferencia de las actividades que se pueden resumir bajo el sintagma home office, no parte de la premisa de la justicia platónica, luego reformulada por Marx, de que cada quien haga lo que tiene que hacer. Rancière, en su libro El poeta y sus pobres, nos recuerda que esta idea de lo justo se basa en una diferencia ontológica irreconciliable: hay quienes han nacido para trabajar y hay quienes han nacido para pensar, y la diferencia entre unos y otros es evidente, es decir, se hace visible, porque los unos tienen el oro y los otros no. El mismo Rancière nos dirá que es justamente Marx quien nombrará a esta justicia como división del trabajo. La escuela, en cualquiera de sus formas, plantea exactamente lo contrario: todas y todos los que se acerquen a los contenidos educativos, precisamente porque éstos son etimológicamente virtuales, podrán virtualmente cambiar su condición, o, mejor dicho, podrán decidir cambiar su condición. La escuela es praxis o no es nada. Y por ello es que no se la puede resumir en dos o tres actividades que, como aquéllas que las y los oficinistas están realizando para perpetuar los ciclos de producción y generación de valor que les exige el Capital (actividades, por lo demás, profundamente patéticas, pues todo se resume en reuniones teledirigidas), no harían sino acentuar la ya de por sí existente enajenación de las niñas y los niños frente a las pantallas. Los contenidos virtuales sólo pueden reactivarse por medio de la lectura. Por esto es que es importante saber que la palabra “virtual” viene del medioevo: la transmisión y adquisición del conocimiento pasa, hoy como hace diez siglos, por las palabras, por la lectura. Está en nosotras y nosotros, a diferencia de quienes habitaron en el medioevo, encontrar nuevas formas de socializarlo, de sacarlo del encierro. La escuela son, pues, los libros. Pero decirlo no es suficiente: tenemos que pensar nuevas formas de hacer sociedad a partir de los libros o bien, de lo contrario, resignarnos a que, más pronto de lo que parece, no haya más justicia, ni siquiera la platónica, para nadie.

 

 

 

*Alfredo Lèal (San Pedro Mártir, 1985). Escritor, traductor y docente. Realizó el Doctorado en Estudios Latinoamericanos en la UNAM, universidad por la cual es Licenciado y Maestro en Letras Modernas Francesas. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, del FONCA y del IFAL. Ha sido profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y de la Universidad Iberoamericana Puebla. Es el primer traductor mexicano de Marcel Proust al español. Autor de numerosos artículos académicos y ensayísticos, así como de siete libros literarios, entre los que destacan La especie que nos une (2010), Carta a Isobel (2013), La vida escondida aún (2016), Espectros de Macedonio (2017) y Magnalia mirabilium (2020).

Revista Desocupado

 

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