¿Por qué no somos medidos como un país culto si tenemos una de las ferias del libro más grandes del mundo? Y a pesar de esto, somos clasificados como un país ignorante, con datos puntuales
Por César Cortés Vega*
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Se imaginarán el rumbo que tomará esto. Intentaré entonces no apresurarme, y no decir sólo aquello que se puede esperar desde la vergüenza. Un par de datos, que modelan una opinión parcial, pero que —por qué no—, intentan una cercanía cuantitativa muy leve, para no decir sólo lo que evidencie el ánimo pesimista, en pleno vacío de sentido mexicano, en el centro de la incongruencia y el rencor. Porque no he sido yo quien lo ha dicho: la organización Ipsos MORI1, dedicada a publicar encuestas vinculadas a la percepción sobre ciertos temas relevantes que tienen que ver con el desarrollo informativo de los países. “Peligros de la percepción” (Perils of perception) se llama el estudio, que fue aplicado a 33 naciones del mundo. Y en aquel 2015 que acababa ya —felicidades—, México obtuvo el nada despreciable primer lugar en ignorancia. Si esto nos hace sentido o no, al menos habrá que mencionarlo, pues imagino que ninguno de nosotros desea barrer la basura debajo de la alfombra, por más que ya haya pasado un rato desde que se publicaron aquellos resultados2. Se puede objetar, por supuesto, que tales encuestas son dudosas, y muchas cosas hay que se les puede criticar. Pero a pesar de que lo de “país más ignorante” parezca mero sensacionalismo, o incluso una estrategia —pues algo así no puede ser medido con un par de preguntas a 33, y no a los 196 países del mundo—, la cosa ya indica algo que es posible percibir. Entonces habrá, al menos como anécdota, que anotarlo en la lista Grinch de lo peor de aquel 2015, en épocas de sensibilidad navideña en las que todo el mundo suele publicar sus listas de optimismo contabilizador... Y es que los temas acerca de los cuales esta organización pregunta para realizar luego sus comparaciones estadísticas, tienen que ver con el conocimiento que las poblaciones poseen acerca de la inmigración, la desigualdad, la obesidad o la edad promedio para ciertos asuntos, como el índice de vida, por ejemplo. Es decir: la visión de la llamada “cultura general” que este estudio tiene está relacionada con asuntos de actualidad que cualquier habitante debería conocer acerca de su propia colectividad.
Acá es que hay que prever el lugar común: no era de extrañar que algo así ocurriera. Porque uno de los conflictos que esto señala es la enorme desigualdad que existe entre unos y otros sectores en México, pero sobre todo, lo poco interesados que estamos los unos por los otros.
Por supuesto, otro lugar común —que, ¿qué de malo tendría, si es que acaso dice la verdad?— es el de la educación televisiva. Según un estudio reciente del Instituto Federal de Telecomunicaciones los niños mexicanos pasan frente al televisor un promedio de 4 horas con 34 minutos diarios. Esta otra estadística indica que en el mundo, ellos también tienen un primer lugar. Felicidades. Porque además, falta agregar la calidad de lo que estos niños ven todos los días. ¿Que qué ven nuestros tiernos cervatillos? Una estupidez que no es muy distinta de la que ha reinado en muchas instancias institucionales —y no— de nuestras pintorescas ciudades: historias lineales que esconden un edulcorado visceralismo de la convencionalidad; monstruosas normalidades de la adaptación; la reproducción de la opinión que desde el servilismo tira buscapiés que no llegan a donde deben llegar, y que están hechos para eso; también oligofrénicos que se burlan de los otros como si se burlaran de sí mismos, pero sin darse cuenta; petulancia con el ego inmenso que, desde un desconocimiento de la naturaleza de sus propias contradicciones, no tolerarían que se les cuestionase, capaces de matar —al borde del llanto y del odio— por haber sido puestos en ridículo; pero sobre todo, vendidos al mejor postor, sin ideas a las cuales traicionar, porque difícilmente han podido elaborar una por sí mismos. Entonces, en el fondo, todo les da igual, siempre y cuando les sea dado simular que son decididos, que tienen dinero, son “guapos”, y sus mediocres conclusiones valederas. Esa es la educación de 4 horas con 34 minutos al día. Disfrazada, claro, de chistorete y melodrama. De chayotazo y chismarajo farandulero de nivel menos cero.
Pero estaríamos errando la puntería si le echamos toda la culpa a la tele —aunque, perdón, pero no puedo sino colar acá una imagen que se me quedó pegada a la mente desde el párrafo anterior: tipos de setenta años vestidos de niños, con la piel verdosa y con los estragos de la cocaína consumida por décadas, que fingían una voz pituda, vendiendo con ello millones de pesos en publicidad, mientras improvisaban gags previsibles de mediana malicia, despreciando a quienes estaban “debajo” de ellos, y que duraron décadas en las transmisiones televisivas—. Además, decía, de la televisión, quizá este sea un problema de relaciones humanas y de los ritos de transmisión del valor. No solamente de si aquello que se transmite es “bueno” o no, sino de las formas que empleamos para pasarlo a los otros. De cómo, pues, es posible hacerse de ello. Si lo pusiéramos en palabras más conocidas, es un problema del capitalismo y sus polivalentes subjetividades, que nos atan precisamente a aquello que nos oprime. ¿Es complicado saber sobre inmigración en un país en el que un buen porcentaje de mexicanos debe tomar la decisión de montarse en el lomo de un tren, o cruzar el desierto para irse a otro país en condiciones precarias? ¿Sobre desigualdad, o índices de vida? Por supuesto que no. Pero, para qué serviría esa información sino para resolver tales temas, o al menos para tomar una posición activa frente a ellos. Pero si nuestro nihilismo nacional está convencido de que no es posible solucionar situaciones como esas, aquello se aísla de un contexto mayor, actuando desde una rusticidad incapaz de observar los procesos históricos que nos han llevado a ser un país maquilador, a diferencia de otros que no lo son. Porque —se entiende ahora más claramente que antes— es difícil tomar posición desde una idea de nación, si está hecha de mitos fraudulentos. Sin embargo, en la intimidad de los gestos, o en los usos particulares del lenguaje, o en el tipo de intercambios perceptivos entre unos y otros, es donde se configura un nosotros. Y los ejercicios de la llamada “gran cultura” son probablemente una de las miles de maneras que hay de combinar esos significados. El mito cegador es que la nuestra es la cultura más importante. Pero claro: no somos medidos como un país culto por el hecho de tener una de las ferias del libro más grandes de Latinoamérica, por ejemplo, sino que a pesar de esto, somos clasificados como un país ignorante, con datos puntuales. Desde esta perspectiva, entonces, somos un país que se preocupa más por la cantidad de un sector de la población que compra —y quién sabe si lee— libros, que por diseminar información que pudiera complementar los conceptos de vida de una población entera.
2 :))
Claro, una capacidad particular para ligar paradójicamente los temas, parece esto. Pero no escatimemos el poder evocativo de un forzamiento como tal. Esto no quiere decir que todo caos esté conectado, sino que la conciencia sobre él tiene vericuetos que ningún optimismo sería capaz de entrever. Entonces quería hablar de eso, porque a la vez que la Feria del Libro de Guadalajara se llevaba a cabo en aquel 2015, el estudio de Ipsos MORI salió a la luz. Luego de concluida aquella emisión de la Feria, el balance oficial arrojaba un par de datos autopromocionales. A ella asistieron 792,000 personas con la participación de 1,983 editoriales de 44 países. La derrama económica superó los 42 millones de dólares en ventas de libros y transacciones. Y el presupuesto para montarlo todo ascendió a 92 millones de pesos, misma cantidad que no sólo fue recuperada, sino de la que se obtuvieron buenas ganancias3. Extraordinario —felicidades—. Y si hay un rubro que presente menos problemáticas desde las contradicciones de su mercadotecnia neoliberal, ese es el del comercio del libro (ojo: pensemos en la especulación inmobiliaria, el comercio de alimentos, la medicina o el narco). Hay quienes llaman, incluso, a la FIL de Guadalajara, una fiesta. Por supuesto, puede serlo, si pensamos en que toda celebración tiene estratificaciones y posiciones específicas de sus actores. Se trata, en todo caso, de una fiesta industrial, que no necesariamente incide en la elevación de los índices de la cultura nacional. Al menos no directamente en la posibilidad de que el público pueda estar más informado. Juan Villoro, por ejemplo, en una entrevista en la que hablaba de aquella emisión del evento, dijo:
El gran peligro de la FIL es que confía demasiado en la estadística y confunde el éxito con la cantidad de actividades, cantidad de visitantes, cantidad de espectáculos, lo cual no es necesariamente positivo. Si tú hablas ante 200 personas eso puede ser muy productivo, si hablas ante 3 mil personas eso ya es un mitin donde las ideas no se pueden discutir de la misma manera. La Feria tiene que ver más con la industria que con la cultura pero necesitamos la industria para que exista la cultura. Hay que ponerla en su justa dimensión4.
¿Qué dimensión, sino una política? Si bien hoy se necesita de la industria para difundir las propuestas, no toda la industria es ejemplar. Los armatostes que, por ejemplo, sirven de stands para las editoriales más poderosas en la Feria, son espectáculo y simulación. Transmiten algo muy parecido a lo que la TV transmite. Una idea sobredimensionada del uso real, a nivel de piso, que tiene la lectura. Y es que la lectura, o cualquier otro tipo de transmisión del valor, implica una inversión específica por quien la lleve a cabo. Por ejemplo, para la llamada “teoría sustantiva” en economía, el valor está vinculado correlativamente al trabajo que fue necesario para generarlo. Es decir, la posibilidad de visibilizar —en términos subjetivos, claro— eso que ha sido producido. Pero el trabajo no es valor sólo porque sí, sino según aquello que lo vuelve posible desde las relaciones establecidas en una organización social dada. Y el espectáculo, como uno de los productos de especulación del valor de las cosas y sus relaciones, cumple una función importante en estos términos. Es decir, es producido por una serie de vínculos que equilibran las razones de su existencia. Estos vínculos están basados en ideas como las de libertad, expresión, calidad, educación o cultura. Es decir, no en sus valores inamovibles, sino en su constante transformación... Derivado de esto, voy a colocar acá una larga cita de Guy Debord, que me parece clave:
La satisfacción que la mercancía abundante ya no puede brindar a través de su uso pasa a ser buscada en el reconocimiento de su valor en tanto que mercancía: es el uso de la mercancía que se basta a sí mismo; y para el consumidor, la efusión religiosa hacia la libertad soberana de la mercancía. Olas de entusiasmo por un determinado producto, apoyado y difundido por todos los medios de información, se propagan así con gran intensidad. Un estilo de ropa sacado de una película; una revista lanza clubs, que a su vez lanzan diversas panoplias. El gadget expresa el hecho de que, en el momento en que la masa de mercancías se desliza hacia la aberración, lo aberrante mismo deviene una mercancía especial5.
Posiblemente si la encuesta de Ipsos MORI hubiese sido llevada a cabo en la Feria del Libro, los resultados habrían sido mejores. O no. Y no vamos a pedirle a una feria del libro que eduque a un país, claro. El caso es que ese entusiasmo, esa efusión religiosa de la que habla Debord, que implica una pertenencia relativa de quienes asisten a ella, traducida en un excedente de tiempo libre que implica una inversión de esfuerzo, no quiere decir que seamos un país más culto. Ni siquiera uno en vías de serlo.
Pienso, forzando las relaciones, que es una cuestión parecida al selfie; justamente, una de las expresiones más contemporáneas que indican aquella falta. Decir que se estuvo en un lugar específico, que en medio de esa masa amorfa usada como fondo de fotografía, el yo se distingue de esa aberración multitudinaria, que es lo que en realidad se consume. Público, escritores, editoriales, libros, maestros, comida rápida, best sellers, chismorreo, sarcasmos de medio pelo, stands de ensueño, mercadotecnia:
En los llaveros publicitarios, por ejemplo, que no son ya productos sino regalos suplementarios que acompañan prestigiosos objetos vendidos o que se producen para el intercambio en su propia esfera, se reconoce la manifestación de un abandono místico a la trascendencia de la mercancía. Quien colecciona los llaveros que han sido fabricados para ser coleccionados acumula las indulgencias de la mercancía, un signo glorioso de su presencia real entre sus fieles. El hombre reificado exhibe con ostentación la prueba de su intimidad con la mercancía. Como en los éxtasis de las convulsiones o los milagros del viejo fetichismo religioso, el fetichismo de la mercancía alcanza momentos de excitación ferviente. El único uso que se expresa aquí también es el uso fundamental de la sumisión6.
Y, ya va cayendo. Luego, me confieso; para aquellos que me conocen y busquen la contradicción en lo que digo, sabrán que también soy un fetichista, porque mis libros se acumulan vulgarmente en mi pequeño departamento, y yo apenas alcanzo a leer algunos de los cientos que he ido adquiriendo a lo largo del tiempo en todo tipo de changarros, incluidos los de las ferias de libro. Su humedecimiento solitario ya me llama, ya me induce a cierto pudor. Al menos en mi defensa diré que tengo claro que el adquirirlos, incluso el leerlos, apenas me enfrenta luego al problema de su transmisión, y del poder que es posible acumular si se hace uso de ese saber parcial, y radicalmente categorizado. Enfrentado a la falta de fervor de una gran mayoría de grupos que no consideran necesariamente un valor aquel excedente de cultura, me he vuelto selectivo. Y sí, definitivamente eso aísla de la generalidad, que está más a merced de otro tipo de mensajes. Pero no hablo de oquis: acá un ejemplo de la visión de uno de nuestros empresarios más encumbrados y más cínicamente adscritos al fraude televisivo-estatal, Emilio Azcárraga:
Nuestro mercado en este país es muy claro: la clase media popular. La clase exquisita, muy respetable, puede leer libros o [la revista] Proceso para ver qué dicen de Televisa… Estos pueden hacer muchas cosas que los diviertan, pero la clase modesta, que es una clase fabulosa y digna, no tiene otra manera de vivir o de tener acceso a la distracción más que la televisión7.
Palabras como diversión o distracción, claro, parecen ser el truco. ¿Quién le dijo al tipo que se trata de un asunto de diversión? Nadie se lo dijo. Sabía que esa palabra es una máscara para buscar el asentimiento de esa clase media popular de la que habla. No habla de educación, porque sabe que ahí está la piedra angular. Porque, ¿para qué se necesitaría educación, si todo se reduce a un tema de sustento? Si la familia promedio ha conseguido alimentarse, vestirse y pagar una renta, lo demás parece ser un mero asunto de distracción. Es decir; cualquier idea sobre las funciones de los cargos otorgados en una sociedad que se quede en lo puramente material, perderá sobre este argumento, porque circunscribirá el problema dentro de los términos de placer, y no de la necesidad de sentido. Mi propio padre, por ejemplo, profesional universitario, ha pasado muchos años de su vida viendo la televisión, sentado en la misma posición, fingiendo sencillez, esperando no sé qué cosa. Y eso, quizá, gracias a que sólo ha pensado la vida en términos de utilidad. Pero no se trata de mi padre; a muchos de los grupos de educación formal en los que he estado involucrado les pasa lo mismo, incluidos los del posgrado (but of course). Una especie de poderoso rencor colectivo que hay para el saber, ya sea este “letrado” o no. No importa, pues, si se lee o no, sino si nos sirve entender algo más del otro frente al cual estamos. No el chismorreo, no el intercambio de rumores, no el compadrazgo convenenciero. Tampoco la calidad de tal o cual referencia bibliográfica, ni el prestigio, ni necesariamente la filiación política como principio. O sí, claro, todo eso, porque de eso van los poderes y sus equilibraciones, pero quizá no a un nivel radicalmente ignorante de aquello que nos une, y que quizá sí tengan los países que aparecen en los últimos lugares de esa lista de la que hablamos. Porque —disculpen que lo recuerde de nuevo—: los mexicanos obtuvimos el primer lugar.
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Por favor, tengan piedad de nuestra alegría —podría decir un villancico. Quizá entonces, ese sí seguiría cantándose con fervor... Debo decir que yo no me creo un sufridor nato, ni un sádico poncha globos, y que esta especie de equilibraciones positivas de la cultura me divierten, me hacen —desde el desasosiego que puede dar la renuncia a la esperanza—, cierta tranquilidad por lo impensables que resultan luego de aquellas, las aspiraciones colectivas hacia la trascendencia. En esa candidez multitudinaria que se cubre del frío y abarrota los súper mercados, está el presente vivido en la plenitud de sus facultades contradictorias. No sería posible la ficción de la ciudadanía, sin esa voluntad acrítica. Contabilizamos así, con fechas límite, con grandes eventos, con hitos históricos, una progresión temporal que sigue siendo aristotélica. Y el paso del tiempo es lisonjero, desinfecta de voluntad a los más bragados. Son momentos, entonces, para "celebrar" nuestra parcialidad, el ánimo frívolo que nos soporta, la ignorancia incluso, pero a la vez el reconocimiento del espacio vacío: todas las posibilidades abiertas para desdecir estas formas, o adoptarlas desde otros ángulos.
Si es que el olvido es inherente al relato, como dice Paul Ricoeur, y el recuerdo inmediato supera en efectividad al recurso de la memoria colectiva, hay en él, en el recuerdo, la posibilidad del desarrollo de una cultura viva, que hoy apenas se retiene a pesar de los miles y miles de narradores que reproducen el relato. Lo cual difícilmente se atiende, porque estamos cada vez menos preocupados por escuchar al otro. Y la lectura no salva a nadie de semejante falta —en contraposición a lo que afirman los positivistas de la redención libresca— a menos que el sentido que se extraiga de ella se incorpore a las deformidades de lo vivido en la embriaguez del ahora. Entonces las referencias serían apenas un registro memorioso un poco ridículo —como el de aquel Funes de Borges. Y los recuerdos, aquello que permite la re-inauguración del vínculo con la memoria de los otros. Sin ello, da igual cualquier medición que hagan de nosotros, pero también da lo mismo toda reivindicación postiza que intente aglutinar desde el orgullo cualquier sentido disgregado, simulando una cohesión inexistente. Así pues, y por lo pronto, quedará entregarse a la Festum Asinorum8, muy bonita, muy padriurix, muy pechocha. Felicidades, pues.
César Cortés Vega.- Algunos de sus libros publicados son No tocar. Anotaciones sobre el riesgo posmexicano (ensayo, Ediciones Periféricas); Calibán no ha muerto. Para una relectura de Roberto Fernández Retamar (ensayo, Colores primarios); Poetas esclavos, máquinas soberanas (ensayo, Centro de Cultura Digital); Tanuki y las ranas (novela, Librosampleados); Arx poética (poesía, Editorial Literal); Abandona Silicia (novela, Amphibia editorial); Espejo-ojepse (noveleta experimental, AEM-Editorial Puntodata); Periferias y mentiras. Textos sobre arte, banalidad y cultura (ensayo, Fomento a la cultura Ecatepec) o Reven (XX Premio Interamericano de Poesía Navachiste 2012). Ha presentado obra visual en Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, Bienal Metropolys Laboratory, National College of Art and Design/Gallery, Tsubakihara group Nagoya Artport o Centro de Arte Contemporáneo de Quito, entre otros espacios. Desarrolla el proyecto curatorial Dossier; encuentros colaborativos. Se pueden encontrar enlaces a sus proyectos en http://cesarcortesvega.com.
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Notas
1 Mexicanos, con "el nivel más alto de ignorancia" en la percepción de su país. Brooks, David (corresponsal). Periódico La Jornada, 3 de diciembre de 2015, p. 20. http://www.jornada.unam.mx/2015/12/03/politica/020n1pol [Última visualización 30/I/2020]
2 A diferencia del 2015, los mexicanos obtuvimos en el 2016 el onceavo lugar, en el 2017 el octavo y en el 2018, el segundo lugar.
3 Corte de caja de la FIL Guadalajara. Periódico El Economista, 6 de diciembre de 2015. http://eleconomista.com.mx/entretenimiento/2015/12/06/corte-caja-fil-guadalajara. [Última visualización 30/I/2020]
4 En Hay que poner a la FIL en su justa dimensión. Vázquez, Enrique. Diario Milenio, 1 de diciembre de 2015. En http://www.milenio.com/filias/FIL-justa-dimension-Juan-Villoro_0_638336423.html. [Última visualización 30/I/2020]
5 Debord, Guy. La sociedad del espectáculo. Biblioteca de la Mirada.Buenos Aires, 1995.
6 Ibid.
7 Villamil, Genaro. Televisión para jodidos. Revista Proceso, 19 de marzo de 2013. En http://www.proceso.com.mx/?p=336733. [Última visualización 30/I/2020]
8 Literalmente, “Fiesta del Asno”: rito de rebelión asociado a valores mundanos como la estupidez, la fuerza o la virilidad. El asno simbolizaba la inversión del mundo y de las jerarquías, de manera que se trataba de una celebración dedicada a los excesos y a la transgresión. Se llevaba a cabo el 14 de enero en Europa Occidental a partir del siglo XI. Conmemoraba la huida de la Sagrada Familia a Egipto, a raíz de la Matanza de los Inocentes, perpetrada por el rey Herodes.